Page 291 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Mi aliento es tan débil que su hálito desaparece y no se oye; pero mi cuerpo aún es
               menos visible, y hace aún menos ruido.
                     Aspiro a serte grata. Tu consentimiento será mi curación; gimo como gime el enfermo
               al venir la mañana.”

                     Y, en efecto, gemía. Sellé su gemido con un beso:

                     “He implantado tu amor en mi corazón, en el lugar preferente que ocupa la riqueza
               sobre las manos del avaro.
                     Busco un refugio en tu amor para huir de mi propia resignación, lo mismo que el
               cobarde busca en las armas su socorro.”

                     La apreté tanto contra mí que temía hacerle daño:

                     “Contra mi pecho te oprimo como el guerrero su sable. Caen tus trenzas sobre mis
               hombros igual que un tahalí.”

                     Ella separó la cabeza y me miró en los ojos:

                     “Antes de quitarte el tahalí, estrecha de prisa a la que posee el cinturón, y toma en su
               amor tu revancha.
                     Despacito, despacito. Mira bien el lugar en que te mueves, no devastes con tus manos
               la que va a ser tu única morada.”

                     Muy poco a poco, nos habíamos ido aproximando al lecho. Desde anoche sé de cierto
               que el amor a la vida es lo que engendra vida.


                     No sé si es que han puesto en mi casa más espías, o es que los que hay tienen orden
               de multiplicarse; o quizá es que yo me estoy volviendo loco. Me siento acechado hasta en el
               último escondrijo; escucho respiraciones detrás de los tapices; cambian de lugar cosas que
               dejé, como prueba, mal colocadas  adrede.  Sospecho que  han husmeado hasta en estos
               papeles carmesíes.

                     Hoy, mientras me servían, habían depositado mi comida sobre la acitara de un ajimez.
               Alguien dejó entrar a “Hernán” en el salón. Yo aún estaba fuera. El perro metió su hocico en
               un cuenco y se comió la vianda de mi almuerzo. Desde el patio oí los gritos; sólo llegué a
               tiempo  de presenciar su  muerte.  Me trastornaron el  corazón sus ojos despavoridos, su
               lengua mordida y colgante, su cuerpo sacudido por convulsiones. ‘Esto fue “Hernán”.’
                     Yusuf sollozaba, agarrado frenéticamente a la ropa de su madre.
                     Ahmad, sentado en el suelo, tenía entre las manos la dislocada cabeza del perro. Me
               dirigía una mirada aguda y acusadora, como si yo fuese el culpable. Sólo se me ha ocurrido
               —y Dios sabe la pena que sentía— prometerle un cachorro para él solo.
                     —No quiero otro perro —me ha dicho—. Quiero a “Hernán”.

                     Desde el envenenamiento de “Hernán”,  Ahmad me huye.  Farax ha dado a los
               sirvientes la orden de probar la comida antes de que la coma yo. El terror se dispersa por la
               casa. Han huido algunos criados. Moraima, que está encinta, por primera vez no sabe qué
               decirme ni cómo confortarme.



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