Page 286 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí


                     Hoy, bien avanzada la mañana, he oído caballos y ruedas. Como estaban aquí Aben
               Comisa y El Maleh pensé que sería algún visitante granadino (aunque no doy aliciente a sus
               visitas por  no encender la  curiosidad de los espías, ni las sospechas de  los reyes).  En
               seguida he escuchado gritos de las mujeres, que llamaban a Moraima y a mi madre, y el
               bullicioso ladrido de un perro.  A mí mismo me parece inverosímil; pero, sin razonarlo —
               quizá el mejor camino del saber—, he tenido la certeza de que ese perro era “Hernán”.
                     Corrí hacia  el compás  de la entrada.  Rodeados de alborozo, allí estaban mis hijos.
               Moraima, muy seria, con los ojos cerrados y en cuclillas, abrazaba a los dos.
                     “Hernán”, perdido todo recato, se me abalanzó de un salto. Las manos de Moraima se
               movían sobre el rostro de los muchachos como si estuviese confirmando sus facciones.
                     ‘Les da más crédito a  ellas que a sus ojos, y “Hernán”, más a su lengua’, pensé.
               Cuando, bastante después, los ha abierto,  Moraima era  otra mujer.  Reía a carcajadas,
               saltaba sobre uno u otro de sus pies, batía las palmas en el aire, y hasta ha empujado a mi
               madre para arrebatarle a Yusuf de los brazos.
                     Luego ha abierto los suyos de par en par y, con el rostro en alto, deslumbradora, me
               ha gritado:
                     ’¡Boabdil!’ Yo pensé: ‘Así ha de ser el Día de la Resurrección’.
                     Por encima del hombro de Moraima, que se estrechaba contra mí, he visto a Farax.
               (Pensé también que no era ésa la primera  vez que sucedía.)  Estaba con los brazos
               cruzados y una encendida expresión de júbilo. Le hice un gesto para que se acercase, y los
               tres hemos cercado a los niños, como en el juego infantil en el que todos giran: un juego en
               el que cinco cuerpos, a disposición de cinco almas, se acariciaban unos a otros las manos
               sin saber de quién eran.
                     Entretanto, “Hernán” nos lamía vorazmente a todos a la vez.
                     Sin previo aviso, comenzó a caer  una lluvia menuda, y todos, gritando y riendo —
               hasta “Hernán” se reía—, hemos corrido dentro.


                     Durante muchos días di de lado a estos papeles. No porque me haya dedicado a otra
               cosa: tampoco he leído, ni he cazado, ni he recibido a nadie.
                     Me da miedo escribirlo, pero es cierto: no he hecho más que tomar posesión de mi
               felicidad.
                     Nunca creí que Andarax fuese tan bello; ni el jardín, con las primeras lluvias del otoño,
               tan fragante; ni mi madre, tan afable y comunicativa; y había olvidado cómo suena la risa de
               Moraima y cómo recrea a las mañanas la gallardía de Farax. ¿Cómo no voy a entender que
               el mundo sea una esfera, y que este hemisferio de la felicidad, al que he llegado desde el de
               la desdicha, es un regalo que sólo la mano de Dios puede dispensar?
                     Si hoy he escrito estas líneas es porque me ha asaltado el pavor de perderlo. De que
               lo tuve, quede constancia aquí.


                     Desde Granada nos han traído nuevas milagrosas. El navegante de la capa raída ha
               regresado de la mar después de unos meses de ausencia. Todos se figuraban que había
               naufragado.  Nada de eso: ha descubierto  ignotas tierras del  Cipango y del  Katay, con
               hombres distintos de nosotros, de color diferente a los que conocemos, que usan lenguas de
               sones peregrinos, menosprecian el oro y adoran a ídolos numerosos y extraños. Ahora va
               camino de Barcelona, donde los reyes lo aguardan.
                     El mundo, como si se hubiese vuelto loco, nos llena de pasmo y de alegrías; pero las
               alegrías sobrecogen más que las penas al desacostumbrado corazón de los humanos.



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