Page 288 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               promontorios, animales, nubes, árboles centenarios, florecillas, guardan un evidente
               parecido.
                     En este despojamiento de las cosas se ve mucho más claro. Sólo el hombre parece
               ser ajeno, como un usurpador sobrevenido que no hubiera encontrado su puesto verdadero,
               y él mismo se excluyese.
                     ¿Qué éramos sino eso nosotros, cazadores, infringiendo las normas no escritas de la
               vida? De ahí que, cuando ya regresábamos, al volverme hacia los campos imperturbables,
               me despedí de ellos con unas palabras de Ibn Hafaya, el poeta de Alcira. Me vinieron, sin
               pensar, a la boca:

                     “¡Adiós! Todos estamos condenados: vosotros a permancer, y yo a partir.”

                     No obstante, acaso el que esté en lo cierto sea Farax. Desde los días de la guerra no
               lo había visto tan audaz e incansable. Y ésa es su esencia; yo lo había perdido, yo había
               perdido al Farax verdadero.
                     Pero en la guerra buscaba, a sabiendas o no, la muerte; aquí se desprende de él un
               exceso de vida: un exceso que provoca muertes también, como en la guerra.
                     La montiña, bajo la neblina, apenas late; adormilada aún yace la mañana; es opaca la
               luz, denso y mate el cielo; entre las matas bajas sólo vive el olor, y arriba, una oropéndola.
               Pero cuando levanten las nubes desgarradas y la partida empiece, todo hervirá de vida. Los
               galgos, azuzados, quiebran el cuello a los conejos, transformándolos en un andrajo sucio
               que ellos traen orgullosos.
                     Las rapaces despedazan en pleno vuelo a otras aves más débiles; sus plumas quedan
               flotando por el aire, mientras las cetreras regresan erizadas al guante. Implacable, la rehala
               suelta saca al venado de su encame, lo expulsa de sus tupidos rincones, lo acosa, lo aturde,
               lo dirige hacia los cazadores escondidos, y el ciervo, traspasado por la flecha, voltea sus
               ojos para no ver la mano de la muerte.
                     Entre el vocerío de los monteros y el diálogo de las trompetas, Farax saltaba, con las
               mejillas rojas, la ropa ensangrentada, alzados los trofeos, como un victorioso y antiguo dios
               pagano.  Yo he cazado muy poco; he preferido observar  fascinado cómo unos animales,
               amaestrados por el hombre, cumplen su oficio de arma  mortal contra otros animales.  He
               preferido observar cómo el hombre —Farax,  Bejir y los  demás amigoses inconsciente y
               cruel: impone una sangrienta realeza sobre los más débiles, y se rebela a que los más
               fuertes la impongan sobre él.  Ante una tempestad de truenos y rayos que desplegó su
               sombría majestad sobre nosotros, los reyezuelos depredadores nos cobijamos bajo las
               tiendas con rostro compungido. Yo sonreía mirando a los demás sin que ellos interpretaran
               el porqué.

                     Una noche vi danzar las risueñas llamas de la fogata en los negrísimos ojos de Farax.
               No conseguí saber en dónde se fijaban. A la mañana siguiente íbamos a cambiar de lugar
               de acampada; pero, cuando ya me retiraba, la mano de Farax se posó sobre la mía con la
               suavidad de una paloma. Hacía tal frío que vaciaba mi cabeza y no me permitía razonar.
                     —¿Estás contento de haber venido? —me preguntó.
                     —Sí, por ti.
                     Sus labios se abrieron en una sonrisa más delicada que una flor.
                     ‘¿Es éste el mismo hombre —me pregunté— que remata, descuartiza, desuella, trocea
               y escarnece?’
                     —Ve a descansar —dijo—.
                     Mañana será un día abrumador.
                     Me levanté. Me acompañó a mi jaima sin soltarme la mano y, con una voz dulce y
               espesa como la miel, añadió:
                     —¿Quieres que entre?


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