Page 284 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí


                     Hace poco —¿qué es poco?— he leído sobre las máquinas para medir el tiempo. Mi
               antepasado “el Faquí” convocó a Granada al murciano Ibn al Ragán, que fue su astrónomo y
               su médico y que supo más que nadie de relojes de sol.
                     De clepsidras, esos arcanos relojes de agua,  el que más supo fue  Abul  Kasim  Ibn
               Abderramán, que trabajó perseverante y oscuramente en Toledo, en cuyas afueras, a orillas
               del río, construyó grandes estanques, que se llenaban o se vaciaban según las fases de la
               luna —la luna los gobernaba como gobierna las mareas—, hasta que un rey cristiano, para
               averiguar su funcionamiento, consiguió que dejaran de funcionar. Y ya entonces había una
               tercera forma, más misteriosa aún, de medir el tiempo: el reloj sideral, que consiste, por lo
               visto, en un sencillo  círculo de cobre agujereado, en cuya periferia dos circunferencias
               marcan las horas y los meses; a través del orificio hay que mirar a la imperturbable estrella
               Polar, manteniendo el disco a medio palmo del ojo, e inclinado a la distancia de un palmo
               hasta la barba y medio hasta la frente.
                     Mandé construir un artilugio como el muy simple descrito en los libros, pero en mis
               observaciones no he tenido ni paciencia ni éxito.
                     No soy un sabio; no soy siquiera un aprendiz de sabio.

                     Muchísimo antes, desde el siglo  XI, conocíamos en  Andalucía las tablas de la
               declinación solar a lo largo del año. Las utilizaban los muecines para fijar las horas de la
               oración. Yo he visto algunas en la Alhambra con millares de cifras; una de ellas había sido
               calculada por el granadino Ibn al Kamad hace trescientos años. No me extrañaría que el
               estrafalario navegante de El Maleh se haya provisto en Granada de alguna parecida.
                     Siempre se ha dicho que los musulmanes —cuyo origen, en el desierto, es tan poco
               marino— éramos malos nautas. Yo he corregido esa opinión ahora.
                     ¿No inventó el astrolabio Saraf al Din al Turi (también Din como mi perro, Dios lo tenga
               en su gloria), y no lo trajo a Andalucía Ibn Riduán al Numairi, “el Guadijeño”? ¿No estuvo en
               manos andaluzas toda la matemática aplicada a la navegación? ¿No fue la marina más
               diestra y la más arriesgada la del califato de  Córdoba, cuyas flotas, al mando de  Ibn
               Rumayis o de  Ibn  Galib, viajaron desde  Irlanda hasta  Messina,  con adelantados e
               innovadores medios de orientación, de situación y de medida y mantenimiento del rumbo;
               unos medios que muchos ni  siquiera aún han llegado a conocer, o que acaso ese
               estrafalario navegante empieza a conocer ahora, cinco siglos después?
                     Por lo que deduzco de lo que leo, no sin mucha fatiga y con toda aplicación, la brújula
               es también un invento andaluz. Al Udri nunca habría podido describir sin ella la geografía de
               Al Andalus. En este momento yo tengo ante mis ojos una copia del siglo XII de ella; Al Udri
               habla, y parece cosa  de magia, de la pesca de ballenas en  Irlanda, y cita los puertos
               africanos que están situados frente por frente de otros de la costa andaluza: exactamente
               enfrente, lo cual habría sido imposible de establecer sino con una brújula, sea cual fuese su
               sistema.

                     Uno de los libros que provienen de  Medina  Azahara es el de “Las maravillas de la
               India”.  Lo estudio con prolijidad,  pero también con ineptitud.  Hay una información que
               relaciono con la teoría de la Tierra esférica que El Maleh atribuye al navegante de Santa Fe.
               En el siglo X, un gaditano viaja en un barco por el golfo de Bengala; sobreviene un temporal,
               y el golfo se cubre de fuego; el andaluz apacigua a la tripulación y a los pasajeros, porque él
               ya ha presenciado ese fenómeno frente a sus costas maternas. El autor del libro comenta
               que también se da esa luminiscencia —¿cómo denominarla, si no?— en el golfo Pérsico.
               ¿No es una admirable  coincidencia?  Y en el  mismo fragmento de ese códice hay unas
               alusiones a la orientación que me sumen en conjeturas probablemente equivocadas. ‘Ya no
               se ve —dice— ni día, ni  Sol, ni  Luna, ni estrellas con que podamos orientarnos: hemos
               entrado bajo la influencia de Suhail.’ Consulté otros libros más elementales —porque ahora
               son míos los días y las noches—, y aprendí que Suhail es la estrella equivalente a Yudai;
               equivalente en el sentido de que, mientras que ésta es la  Polar del  Norte, fija como una

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