Page 280 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     —En Granada sigue habiendo de todo, Boabdil.
                     —Quizá; menos sultanes —lancé un suspiro—. Tienes razón, Moraima. Recordar en sí
               no es ni bueno ni malo: depende de lo que se recuerde.

                     En una alquería, dentro de los límites de la alcazaba,  han instalado la jauría.  Los
               perros de montear son todos muy parejos; de una rudeza cariñosa, como pastores hechos a
               lo abrupto. Agradecidos y atentos a la voz del perrero, saben, no obstante, con una increíble
               sutileza, que yo soy el amo, y que en la cacería a mí será a quien sirvan. A veces alguno ha
               de ser apartado de los otros: entre ellos surgen extraños resquemores —sin duda fundados,
               pese a nuestra torpeza en entenderlos—, o peleas, que suelen ser mudas y a muerte, y que
               se desenfrenan como un rayo entre dos.  Entonces, al apartado le  atan una argolla a la
               carlanca, y la argolla puede correr por una larga cuerda fija a dos árboles distantes: eso le
               permite una amplia movilidad, que suaviza su traba.
                     ‘Habría estimado en mucho este invento —pensé— durante mi cautiverio de Porcuna
               o de Castro... Aunque quizá fuese aún más estimable ahora, en este cautiverio de Andarax.’

                     Cuando contemplo el campo que nos rodea, tan fragoso y a la vez tan abierto, donde
               él sería feliz, echo a faltar a “Hernán”. ¿Qué hará ahora? ¿Se sentirá investido por un deber
               de vigilancia y escolta de mis hijos? ¿Cómo se llevará con Ahmad? ¿Y Ahmad con él, lo que
               es más peliagudo? Los perros y los niños se percatan, sin planteárselo siquiera, de quién
               los quiere y de a quién querer. (Me gustaría que a mí me ocurriese lo mismo: tampoco en
               eso he sido perspicaz.) Esta tarde, cuando saltó un gazapo debajo de mis pies, imaginé la
               sorpresa de “Hernán” y su alborozo al perseguirlo. O quizá, hecho a los hombres, su instinto
               se haya deteriorado —qué mala es nuestra influencia—, y prefiera su cazuela de arroz con
               zanahoria y carne, o las porquerías que  come a hurtadillas y que, por ser prohibidas o
               robadas, le parecen manjares.
                     Entre los buidos galgos, formados sólo de viento, cuyo flexible y ondulado espinazo se
               curva bajo el halago de mi mano, hay uno negro, al que llaman “Prisa”. Es un prodigio de
               armonía. Tiene los ojos verdes, y está tan imbuido de su belleza que, salvo a la hora de la
               loca carrera, apenas si se mueve: permanece hierático, casi soñoliento y envuelto en su
               propia dignidad: como se figuran los que no han sido reyes que un rey debe de ser.


                     He llegado al convencimiento de que Hernando de Zafra me ha provisto de espías en
               Andarax.  Me es indiferente: aquí no se conspira; cuando no puede sostenerse el trono
               desde el trono, ¿cómo  va a recuperarse, ya perdido?  Lo que me importuna es no saber
               quién es o  quiénes  son.  Supongo que forman parte de  la servidumbre, y que  quizá  su
               cometido sea espiar,  más que a mí, a  Aben  Comisa y a  El  Maleh, que son quienes
               transmiten a Zafra las más fidedignas noticias sobre mí, si es que para los intrigantes hay
               alguna noticia fidedigna. No quiero obsesionarme con este espionaje; pero, en un lugar en
               que no ocurre nada sobresaliente, se propende a concentrarse en lo insólito: un ruido que se
               ha creído oír tras un tapiz, unas pisadas furtivas que se alejan, o, como anoche, un
               cuenquecillo que, en la oscuridad, se cae desde una taca (por propio impulso al parecer,
               como si los cuencos de aquí se suicidaran).
                     Farax se propone interrogar a todos los  habitantes de la  alcazaba,  los criados los
               primeros.  El alma de  Farax es tan transparente que está  seguro de  que la profesión de
               espía se trasluce en los ojos.
                     Le he prohibido que lo haga. Me conformo con decir frases contradictorias, sembradas
               a voleo en la conversación: ‘En cuanto nos devuelvan a los príncipes —digo, por ejemplo—,
               cruzaremos el Estrecho’.
                     Para añadir unos momentos después:
                     ’Andarax, con los príncipes, será otra vez la  Alhambra;  no añoraremos nada.  Será
               bueno terminar aquí, retirado, mis días. Los espliegos y los mirtos del jardín crecen de prisa:
               en un par de años...’ Y enmudezco de pronto.
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