Page 276 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí



                     Llevo una vida reposada y perezosa. Quizá la felicidad consista sencillamente en este
               adormecimiento. Por la mañana, salgo con Farax a vigilar cómo construyen el breve jardín.
               Hoy le decía, y me escuchaba él con una atención de discípulo:
                     —Nuestra sabiduría sobre los jardines proviene de los nabateos, que convirtieron los
               ásperos desiertos de la  Arabia pétrea en una tierra fértil.  Ellos poseían grandes
               conocimientos de la relación que hay entre los movimientos celestes y los crecimientos
               vegetales. Todos los primitivos pueblos agricultores han considerado el cielo como la fuerza
               activa y generadora, y la tierra como la fuerza paciente y receptora del universo.
                     —¿Igual que el hombre y la mujer?
                     —Más o menos. Y en esa teoría se funden los dos sentidos: el espiritual e ideal, y el
               material y práctico. La agricultura siempre la ha referido el hombre al culto de la Divinidad.
               Cuando no ha sido así, no la ha amado, ni la ha desenvuelto con la debida unción.
                     Eso es lo que le sucede a los cristianos, y a los romanos antes; ellos son agricultores
               de secano, de los que sólo usan el agua cuando la tienen cerca. Para nosotros, el jardín es
               un reflejo, o mejor aún, una anticipación del Paraíso.
                     ¿Ves? —y le mostraba lo que le exponía—. Aquí he dispuesto la alberca: en el centro
               de dos ejes, que se cruzan en ella y señalan los cuatro puntos cardinales del horizonte, a
               semejanza de los ríos  del  Edén.  Nuestros primeros antepasados árabes, estudiosos de
               otras culturas, tomaron esta iconografía de los mandalas budistas, y la difundieron por el
               mundo. El jardín representa de ese modo un símbolo de vida, un esbozado laberinto, como
               una miniatura del cosmos. En nuestro idioma, jardín y Paraíso se expresan con la misma
               palabra, y también jardín y cementerio.  Porque todo es uno y lo mismo.  Yo opino que la
               tierra y el cielo son recíprocos, se miran y se anhelan... —Y añadí—:  Aquí estoy
               preparándome mi tumba como un imperecedero domicilio.  No quiero que me lleves a
               Mondújar: he renunciado a aquella compañía; en mí se rompe la cadena de mis
               antepasados.
                     —¿Piensas que vas a morir antes que yo? —exclamó Farax riendo.
                     —Te lo ruego,  Farax.  Nunca me has decepcionado; no  lo hagas al final.  No te
               perdonaría... Yusuf III, el constructor de mi casa, mandó grabar en su estela fúnebre:

                     “Que empape este sepulcro la lluvia de las nubes, y que lo vivifique.
                     Que el húmedo jardín haga llegar hasta él el frescor de su aroma...”

                     ‘Cuánto ha sido siempre nuestro fervor por el agua. Nunca la malgastamos: es preciso
               lograr grandes resultados con cantidades mínimas; no hay que usar el agua como fuerza
               estruendosa, sino como un murmullo pacificador. En realidad, seguimos siendo gente de los
               desiertos, que no se acostumbra a tenerla a la mano. Por eso en ella juntamos el deleite y la
               utilidad —le señalaba  una raya imaginaria aún en el jardín—.  Hasta aquí el  agua se
               derrama, trina, goza, y en este templete nos curará de la melancolía.
                     Desde aquí, la pondremos a trabajar: rociará verduras y frutales.
                     En su tratado sobre la agricultura nos aconseja cómo hacerlo Ibn Luyún. Yo pienso
               que hay que crear el silencio para que el agua rompa ese silencio; hay que aceptar el calor
               para que el agua lo refresque; hay que crear el secreto para que alguien lo comparta.
                     De repente, Farax se detuvo y musitó:
                     —No tengo cuerpo ni alma, pues pertenezco al alma del amado.
                     —¿Dónde has leído eso? —le pregunté con asombro.
                     —En uno de tus libros.
                     —Gracias, amigo —le dije, y proseguí—: El jardín, si no representa nuestra alma, es
               que no está bien hecho. Ocurre con él como con la arquitectura; pero, así como una muralla


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