Page 273 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               traban en eternas discusiones, que conducen a un empate final al que ninguno de ellos se
               resigna.



                     Me traje de la Alhambra mis libros predilectos y otros aún no leídos. Muchos están
               encuadernados bellamente en cuero rojo o azul con abrazaderas de plata cincelada.
                     Pero los que antepongo a los otros son los usados y envejecidos por el roce de manos
               que me precedieron,  y que percibo que  se unen a las mías mientras los sostengo.
               Numerosas generaciones leyeron las páginas que, al albur, leo hoy.  El libro se ha
               transmitido, como un emisario silencioso, de siglo en siglo, de país en país y de hombre en
               hombre.
                     Él acoge la memoria del mundo y también la profecía del mundo; la historia pretérita
               de la Humanidad y la brumosa historia venidera.
                     Todo está resumido y prevenido en esa antorcha que va de mano en mano iluminando
               la tiniebla.
                     Evocar la casi infinita  continuidad y la inabarcable herencia de los libros, en cuyo
               regazo se apacienta la sabiduría y la curiosidad y el cataclismo y el amor de los hombres,
               me enaltece y me emociona.
                     Ellos me conducen a una compartida serenidad, y cada día me imagino menos sin su
               compañía generosa.
                     En éstos de la Alhambra, no sólo me instruye su contenido, sino el ambiente que los
               rodeó y los saboreó: las negligentes estanterías en las  que descansaron, el meticuloso
               trabajo de quien los escribió y de quien los copió y de quien los cosió y encuadernó, un
               inmarchito aroma de humedad y de piel,  sus palabras que fueron susurradas, las
               vibraciones que provocaron en algún corazón, o las llagas que restañaron. Los objetos, a los
               que nunca respetamos lo bastante, son enriquecidos por quienes los usaron a través de los
               años, a través de los siglos. Tomo en ocasiones libros que pertenecieron a mi antepasado
               Mohamed “el Faquí”; tomo otros que provienen de la biblioteca omeya de Alhaquem II, que
               reunió en Medina Azahara más de 600 mil volúmenes, antes de que la barbarie humana la
               destruyera, y me quedo sobrecogido, sin atreverme a leer, como con un corazón entre los
               dedos, o como con un pájaro inmóvil y anhelante que podría, de súbito, romper a gorjear.
               Aquí en Andarax hay horas en que el libro es en sí mismo, independientemente de lo que
               contiene y  significa, el  que palpita  y emana y  quema y apresura el ritmo del mediodía y
               satura las tardes. En esas horas es la fusión de quienes lo escribieron y confeccionaron y de
               los lectores previos a mí lo que más me conmueve; el engarce con los dueños sucesivos
               que acaso un día, como ahora yo, volvieron su imaginación hacia atrás y se vincularon con
               el pasado, igual que yo hago hoy con el mío, del que ellos forman ya parte. O quizá miraron
               hacia su futuro y me entrevieron o me adivinaron a mí, lector también, o sultán derrocado,
               tataranieto suyo.
                     O vieron todavía más lejos de mí mismo, después de mí, cuando yo forme parte del
               pasado de otros, a los lectores que vendrán, ya desprovistos de la Alhambra y del trono, o
               incluso ajenos a nuestra Dinastía y a su ansiedad. Me alegra suponer que unas manos que
               ya no existen —me pregunto si no existen— abrieron esta cubierta, pasaron estas hojas;
               que una mirada que no existe —o existe acaso sólo por este libro— se deslizó sobre estas
               líneas, descifró esta frase, se sumergió en el  laberinto de esta  caligrafía.  Me rejuvenece
               pensar que alguien como  yo hoy, pero hace  siglos, interrumpió un  momento la lectura y
               reflexionó con un dedo entre estas mismas páginas, mirando como miro yo al vacío, entre
               muros quizá ya derruidos y ante un paisaje quizá irreconocible.
                     Aparece la vida —o aparecemos nosotros en la vida— avasalladora, ecuestre, verde,
               jocunda; nos deslumbra, y luego  continúa sin nosotros.  Hoy está aquí, en esta apartada
               fortaleza, en esta virginal mañana de fines de febrero en que se infiltra ya la primavera; una
               mañana que han hecho posible mis predecesores porque me hicieron a mí y a estos libros
               ilustres. De ahí que, pese al sentimiento de fracaso que me impregna, esta intensa mañana


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