Page 268 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               reconocido  por esa ciudad, ni esa calle, ni esa alcoba,  que tienen ya otros dueños.  Y
               examina los escombros, su único patrimonio, de uno en uno, y busca una seña de lo que
               fueron y lo que significan, y apenas si comprende que un día no remoto formaron parte de
               él, que un día fueron él... ¿Es que su vida será desde hoy estos escombros, o es que ellos,
               muertos, arrastraron su vida verdadera y aquí ya no hay ninguna?  ¿Es el hombre una
               historia coherente, o una sucesión de inconexos momentos? ¿Por qué se rige, qué persigue,
               o es sólo como un corcho que las olas trasladan sin objeto y sin término? ¿Es el aniquilado
               que yo soy, “el Zogoibi” que yo soy, todos los Boabdiles a través de los cuales he llegado
               hasta aquí, a este muro definitivo e insensato, o, lo que es peor aún, a nadie representa?
                     ¿Es el desventurado el mismo que fue ayer, pero hoy mordido ya por el fracaso, o es
               otro diferente, recién nacido de la muerte de tanta vida como tuvo, de tanta vida como le
               cantaba en torno canciones que no iban a acabarse? ¿Y qué más da, en la sima en que se
               halla, quién sea o lo que sea? Está solo —porque el amor no es un aliado en esta soledad—
               , y a un solitario no se le otorga sino el trivial alivio de que entre lo que es, si es algo todavía,
               y lo que haga, si le queda algo por hacer, exista un somero equilibrio. Un equilibrio, aunque
               sea imaginario, que le impida hundirse, ahora ya sin testigos, en la más terminante y la más
               profunda de las oscuridades.

                     La sierra próxima a Lújar aún exhibía los estragos de las escaramuzas, las arboledas
               taladas, la incuria y  el descuido.  Bajo el  cielo gris,  el gris de  la piedra verdeaba.
               Avanzábamos entre rocas puntiagudas al pie de los altos montes  amoratados, que se
               erguían envueltos en nubes rabiosas. De trecho en trecho, sobre las lomas de pizarra, unos
               manchones anaranjados recreaban los ojos.
                     Al entrar en la  Alpujarra, unas campánulas nos dieron su grácil bienvenida; azules,
               blancas, rosas, con tenues y amables dedos acariciaban las vaguadas, las ciclópeas heridas
               sin cicatrizar, los atroces derrumbaderos. Ellas y el agua suavizan el paisaje. Y el agua lo
               redondea y lo mece con su perenne urgencia, y entona una canción sin estrofas ni fin. Me
               conmovían las casitas de los bancales, donde habita el amor a la tierra de mi pueblo, la
               agricultura  convertida  en geometría, el  lujo y la largueza con que la mantienen quienes
               malviven en cuevas o entre adobes. Me conmovían —y en eso sí era el mismo de antes— la
               abnegación del hombre sobre las tajaduras  pedregosas álos  inmóviles ojos de quienes
               están configurados por el silencio y por la soledadú; los aliviaderos que traza el agua entre
               las alquerías; las sendas rampantes que el trabajo y la constancia se esmeran en delinear;
               los implacables lechos de los torrentes, transmutados en minúsculos huertos; el destello de
               las lajas, que parecen al sol siempre mojadas por la lluvia; el palpable mutismo rayado por
               los pájaros y los insectos inmortales; la bruma que, para no descorazonar a los viajeros, sólo
               les autoriza a percibir tres o cuatro lontananzas... Todo aquello me conmueve mucho más
               que las vituperables inquietudes humanas; el grandioso mundo sin concluir, detenido en un
               segundo de su perpetuo movimiento, roto, dentado, erosionado, rechazador, repleto de
               sorprendentes formas agudas o truncadas, como una gigantesca gruta de estalagmitas cuya
               bóveda fuese el ancho cielo.  Si las cúpulas de las salas de la  Alhambra no pretenden
               asemejarse a esto, ¿qué pretenden?
                     El frío nos cortaba la piel.
                     Moraima  me inquietaba; pero cada vez que retrocedía  para interesarme por ella,
               tropezaba con su sonrisa inalterable.
                     —¿Vas bien? —me decía ella a mí—. ¿Quieres algo? ¿Precisas algo?
                     Entonces yo le arrojaba un beso con mi mano gruesamente enguantada.
                     La noche la pasamos muy juntos.
                     Éramos como dos beduinos que se aprietan bajo la congelación nocturna del desierto;
               éramos dos compañeros de armas que ignoran lo que será de ellos en la jornada siguiente,
               y se estrechan uno contra otro para darse aliento y calor, y desentumecerse.

                     Frente al verde oscuro o el añil, frente a los azules violentos de las otras sierras, la de
               Gádor tiene reflejos sonrosados. Es más blanda y más femenina. Sus cerros son redondos,

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