Page 267 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               tiempo que llevaba junto a mí, ni cómo había entrado sin que yo la sintiera. Seguimos juntos
               hasta que fue la hora de emprender el viaje.
                     No nos dijimos nada.


                     Hay un punto, camino de las  Alpujarras, en las alturas del  Padul, desde donde por
               última vez se divisa Granada y se deja luego de ver. En él se dividen las aguas del Genil y
               las del Guadalfeo; en él se dividía mi ayer y mi mañana.
                     Ya estaban las más altas cumbres doradas por el sol, y una niebla, anunciadora de
               una mañana hermosa, sumergía en pereza la Vega. Mi intención era haber llegado antes a
               ese punto, o pasar por él sin advertirlo. Sabía y sé a la perfección, con ojos ciegos, lo que
               desde él se ve: colinas, caseríos,  cármenes, alquerías,  mezquitas, minaretes, almunias,
               arboledas, murallas: cuanto Granada tiene de incitación a la codicia para quienes no son sus
               amos; cuanto tiene de placentero para los que lo son; cuanto tiene de pesadumbre para los
               que han dejado de serlo. Ibn al Jatib también lo supo:

                     “Aquel funesto día en que me obligaron a alejarme de ti, acosado por la adversidad,
               no hacía sino mirar hacia atrás en el viaje de la separación.
                     Hasta que me preguntó mi compañero: ‘¿Qué es lo que te has dejado?’
                     ‘Mi corazón’, le respondí.”

                     Apretaba el paso de mi caballo, cuando escuché voces que me suplicaban hacer una
               pausa. Yo no quise volver el rostro; no quise ver Granada una vez más; no quise sentir,
               como una espada de  fuego, la expulsión del  Paraíso.  Farax, que lo intuyó, se puso a
               hablarme atropelladamente de las minucias de la organización y la llegada, de los
               problemas que habían surgido en la carga de las acémilas y con los conductores. Yo oí los
               alaridos de las mujeres, sus plañidos que se trenzaban y se reforzaban unos a otros igual
               que enredaderas. Se despedían del lugar del mundo sin el que no concebían sus vidas.
                     Éramos  ya los desterrados; éramos la caravana que abandona el oasis de la
               abundancia y la felicidad, y ve aún las estacas de las tiendas, las huellas de los lechos en la
               arena, las lomas en que el amor la acogió, el rostro de la amada mojado por las lágrimas en
               el momento del adiós. Yo no quise volver la cara más; no quise ver Granada.
                     Sentí que no iba a poder resistirlo y, sin escuchar el parloteo con que Farax quería
               distraerme, espoleé mi caballo y me lancé al galope para huir, cuanto antes, de lo que yo
               había sido.

                     Decimos o leemos: ‘El sultán destronado fue recluido en Salobreña, o se refugió en
               Almuñécar, o se le permitió exiliarse con su corte en Guadix’. Qué fácil; pero qué distinto
               cuando uno es el destronado. Y aún más, cuando uno es el que cierra, al salir, las puertas
               del palacio. ¿Qué tiene que ver la historia con la vida?
                     ¿Acaso la historia trata, ni le importa, de cuál es el contenido del corazón? ¿Habla de
               la aspereza del camino que se pierde de vista y que no vuelve? ¿Qué lector reflexiona sobre
               la tribulación del desterrado, que siente la indiferencia de este mundo a una y a otra orillas
               de su viaje? Un viaje que ni siquiera sabe adónde lo conduce, ya que ha perdido su sentido,
               su meta y su porqué. ¿Qué es la esperanza, cuando no queda ni la menor posibilidad de
               recuperación; cuando se derrumban los escombros de los recuerdos, y el que se va de ellos
               no se asemeja ni aun a la víctima de un terremoto, que sobrevive ocho o diez o doce días,
               sostenida por el difícil consuelo de ser salvada, de que alguien atienda el inaudible ritmo de
               su respiración, de que una mano mueva en la superficie el cúmulo de desechos y la
               descubra?
                     Tal salvación no se hizo para él; él no tendrá ninguna. Oculta su cabeza acongojada, y
               ya no aspira ni a salir de su devastación, porque en la superficie no reconocería la ciudad, ni
               la calle, ni la alcoba  donde antes fue feliz  o estuvo vivo al menos.  Y tampoco sería
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