Page 263 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               productivos, y El Chorrut, y todos aquellos que habían colaborado, con mi aprobación o sin
               ella, con  El  Maleh y  con  Aben  Comisa.  Cuantos eran menester para el despacho de los
               asuntos ordinarios, allí figuraban ya elegidos.  Tenía razón don  Gonzalo  Fernández de
               Córdoba: mi mérito principal era no ser preciso.
                     Como una ironía, entre los señalados para el regimiento de la ciudad, se encontraban
               Farax y  Bejir.  Ambos, incrédulos ante su nombramiento, me suplicaron que los llevase
               conmigo cuando me ausentara, y que entretanto los tuviese a mis órdenes.  Había tal
               amorosa ansiedad en los ojos de Farax, y era tan hostil el resto de mi entorno, que demoré
               un momento en aceptar para saberme necesario a alguien.
                     El mayordomo de la ciudad y los  contadores  —me dijeron— se escogerían en la
               primera junta del ayuntamiento esa misma semana.  Los  alamines o  jefes de los gremios
               habían sido señalados, en Santa Fe, días antes de la entrega, y ya se habían hecho cargo
               de sus cometidos.  El asunto de los oficios, que tantos piques y roces y disgustos nos
               proporcionaba, y tan arduo era de resolver, lo había solucionado de un plumazo el rey
               Fernando.
                     —¿De todos los gremios? —pregunté asombrado.
                     —Hasta del de los pregoneros; su alamín es Mohamed al Azeraqui.
                     Sin duda llevaban meses preparando las sustituciones.
                     —Me alegro. Así Granada no me echará a faltar. De eso era de lo que se trataba.
                     Una bocanada de tristeza me subió desde el corazón.

                     Pedí ver a mi madre.  Una camarera me trajo el recado de que la sultana se
               encontraba indispuesta; cuando mejorase, ella me llamaría.
                     Estaba claro que, de momento, se negaba a recibirme.
                     Moraima, en cambio, apareció con unas flores en las manos como si nada de
               particular hubiese sucedido. Sonriente y muy bella.
                     —¿Has visto a Ahmad? —Se ensanchó su sonrisa.
                     —No —mentí.
                     —Ha crecido tanto. Está tan guapo. Se parece a ti mucho más que antes. Ve a verlo
               en cuanto puedas. —Se acercó mucho a mí—.
                     ¿Cuándo saldremos de Granada?
                     La miré con curiosidad y con detenimiento. ‘¿Finge? —me pregunté—. Frente a todo
               este desatinado descalabro, ¿se propone animarme, o es que de veras está contenta por
               abandonar este nido de fracasos, de envidias, de alevosías, para  encontrarse otra vez,
               como en la prisión de Porcuna, sola conmigo?’
                     ‘Sea como quiera —me respondí—, ella me ama. Actúa así porque me ama.’ La besé.
               Ella me echó los brazos al cuello, y me miró con unos ojos absolutamente francos y
               absolutamente incapaces de mentir.
                     —Te amo más que nunca, Boabdil. Me parecía imposible, pero así es.
                     Eso me confirmó algo de lo que no estaba seguro: es cierto que la felicidad perfecta
               del hombre no existe, pero tampoco existe la perfecta infelicidad.  Me refugié en ese
               pensamiento.

                     Mi familia y yo habíamos sido bastante menos previsores que los reyes cristianos.
               Dadas las circunstancias, era imprescindible decidir lo más conveniente para Moraima, mi
               madre y mi hermana respecto de sus heredamientos: sus huertas, hazas, molinos, baños y
               casas de recreo, tanto en Granada como en Motril y en la Alpujarra.
                     A mí  me parecía que  venderlos era romper toda relación con nuestra vida, pero
               también significaba una soltura que nos permitiría inaugurar con  mayor libertad otra
               enteramente nueva, sin tener que apoderar a nadie para cobranzas y derechos que, de no
               estar muy sobre ellos, irían amenguando.  Quizá el momento para vender no fuese malo,
               puesto que muchos nobles cristianos aspirarían a instalarse en  Granada; sin  embargo,

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