Page 258 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí


                     No supe por dónde íbamos. No había nadie en las calles. Me preguntaba: ‘¿Dónde
               están todos?
                     ¿Dónde han ido?’  Ahora supongo que estarían en las  murallas contemplando el
               espectáculo; acaso distraerlos era su única finalidad.
                     Y de él formaba parte yo. A cierta altura del trayecto, no puedo decir cuándo, me di
               cuenta de que junto a mí iba don Gonzalo Fernández de Córdoba; fui incapaz de saludarlo.
               Junto al arenal del Genil, delante de un morabito que a mí me gustaba ver de niño cuando
               íbamos a Alhama porque era la señal de que salíamos de Granada —en cierta forma, lo
               mismo que un ensayo de este día—, vi un  reducido grupo de caballeros al que nos
               dirigimos.
                     —Ahí está el rey, señor. —Era la voz de don Gonzalo.
                     —Gracias —le dije. Pero no distinguí cuál era: don Gonzalo lo notó.
                     —Es el del centro —me lo señalaba con el dedo—. No le beséis la mano.
                     Fue entonces cuando me decidí a mirarlo; el capitán tenía el rostro tenso, y también
               me miraba. Avancé. Saqué un pie del estribo.
                     ‘Está manchado de barro —me dije—.
                     Esa mancha de barro...’ Me llevé la mano derecha a la cabeza, y la izquierda al arzón.
               No sabía qué significaba aquello; quizá que iba a descabalgar. Vacilé. Giré los ojos. El rey
               se adelantó con una mano extendida, como para detenerme. Tampoco sé lo que significaba,
               porque, cuando iba a tomársela, la retrajo. Me dije: ‘Quizá ha entendido que se la solicitaba
               para besársela. No, me habían dicho que no’. Le alargué las llaves que me daba uno de los
               míos, no sé quién.
                     —Estas son las llaves de vuestro Paraíso. Mucho os quiere Dios —dije sin saber por
               qué, ni si me comprendió. Creo que sí, porque Hernando de Baeza me tradujo. Después lo
               tradujo a él:
                     —No dudéis de que cumpliremos lo prometido. Que no os falte la fortaleza en vuestra
               adversidad.
                     Mientras oía a  Baeza observé lo mal que encubría su exultación aquel rey,  y la
               mancha de barro del borceguí otra vez.
                     —Dadle el sello al conde —me apuntó don Gonzalo.
                     —¿A qué conde? —pregunté.
                     Me lo señaló con los ojos. Era el de Tendilla, que aguardaba altivo. Le tendí la sortija.
               No dije nada. Vi su boca sin labios.
                     Hernando de Baeza murmuró unas palabras. Después me enteré de que habían sido:
               ‘Con esta sortija he gobernado Granada. Que Dios os haga más dichoso que a mí’. Baeza
               asegura que yo lo dije, pero no consigo acordarme.

                     Seguimos al trote bastante trecho hasta llegar a un cerro alto, por  Armilla, desde
               donde se domina la ciudad y la Sierra. El caballo, desmandado, se me volvió en una corveta
               y las vi. Parecía como si la ciudad también hubiese abdicado: la Alhambra se exhibía no en
               la cima como se la ve desde  Granada, sino formando parte de un conjunto mucho más
               elevado que ella, blanco y aun  más altivo que  Tendilla. ‘Así sucede a los reyes cuando
               tropiezan con otros más poderosos que ellos.’
                     —La reina, señor —me advirtió don  Gonzalo—.  Entre el cardenal  y el príncipe
               heredero.
                     Levanté la cabeza y la encontré en seguida.  Había otras mujeres detrás.  Tuve la
               impresión de que una de las damas me era muy conocida, pero no reparé sino un instante
               en ella.  Saludé a la reina igual que a su marido. ‘Acabaré por hacer bien estos gestos
               incomprensibles.’ Hernando de Baeza, cerca de mí, me hablaba:
                     —Dice su alteza que  conservaréis siempre su amistad y su ayuda, mientras no
               traspaséis los límites de lo que se ha firmado.
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