Page 253 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               carros en el orden inverso al de la inhumación del día siguiente.  Y  a mi manera,  oraba;
               pedía perdón a mi manera por esta intromisión perturbadora antes del Día del Juicio y de la
               Resurrección.
                     Allí estaban los soberbios sultanes de los mejores años, los príncipes frustrados, las
               sultanas madres de nuestros emires y adalides, los muertos a mano airada de la segunda
               rama de la Dinastía...
                     Cuanto hubo de relumbre y de usurpación había descansado allí por fin: el brillo y la
               ceniza, los  sueños, las vanidades, los anhelos, los cuerpos armoniosos, los infinitos y
               coloreados mundos que caben en la reducida calavera  de los hombres; los esqueletos
               esbeltos o  combados,  engarzados aún o desmandados ya; el breve relato exagerado de
               hazañas no siempre verdaderas, caligrafiado con primor sobre las  alargadas losas, que
               duran mucho más que lo que narran... ‘Aquí concluye todo’, me decía; pero me lo decía de
               prisa y sin fijeza, porque tenía que ordenar aquel osario, aquel tremendo zoco de humildad.
               Entre las cenizas relampagueaban de cuando en cuando perlas desparramadas de algún
               collar, o filigranas de oro. De lo nombrado, ni su nombre queda: ¿quién aprende el discurso
               de las ruinas?
                     ¿Cómo  meditar sobre lo baladí de nuestra vida, ni sacar consecuencias que me
               consolaran  del desdichado extremo en el que yo —o con pretexto de mí, o en mi
               tiempohabía puesto al  Reino? ¿Cómo acusarme, o suplicar excusas?  Mi labor ahora era
               sólo, bajo  la espectral iluminación de la luna y unos pocos candiles, amontonar cuanto
               restaba de quienes, desde el húmedo silencio de sus fosas, habían depositado tácitamente
               su legado en mí, y a quienes yo sin duda había defraudado. Mi misión consistía en librarlos
               de las fatídicas contingencias provocadas por mí. Y la cumplí sin miedo en la noche más fría
               de diciembre.

                     Ahora, reunidos en una imponente asamblea, yacen en Mondújar.
                     Allí seré yo también enterrado.
                     Si la muerte le proporciona al hombre la sabiduría de que carece, supongo que ellos
               me habrán justificado y me recibirán cuando me llegue mi hora. Si la muerte no perfecciona
               al hombre,  dará igual, porque ellos continuarán siendo tan escasamente  virtuosos como
               fueron.
                     Si la muerte es el paso a la nada, nada seremos todos, ellos y yo.
                     Quizá esto último sea lo preferible; incluso lo probable. Después de haber tenido entre
               mis manos tantos despojos taciturnos e inexpresivos, ¿qué  Día del  Juicio cabe, o qué
               Resurrección?  Pocos hombres hay tan perversos que merezcan un juicio condenatorio
               póstumo; pocos, tan  excelentes que merezcan una  resurrección.  Resucitar no es
               imprescindible para quienes, por sus actos, aún viven en la memoria de sus agradecidos; es
               la mejor manera de inmortalidad que reconozco. Quizá la vida no se extingue jamás, sino
               que se transforma, irisada y ubicua. Y no porque triunfe de la muerte, sino porque lo invade
               todo, y todo es uno u otro aspecto de la vida mientras viene la muerte, y la muerte también.
               Pero el hombre, que no entiende casi nada más que su propia vida —y eso apenas—, a lo
               único que aspira es a resucitar para volver a ella. Cuánta es su pequeñez y, sin embargo,
               qué ansia de perdurar. De perdurar él mismo, siendo el mismo, en vez de confundirse con la
               naturaleza,  que es la  gran madre que no da explicaciones, porque, aunque las diera,
               resultaría inexplicable. Ella es el manantial y ella es el mar. No es cruel, ni piadosa. No se
               rige por nuestros cicateros e inminentes niveles. Cada oleada suya trae a unos seres y se
               lleva a otros.  No es que se mueva la vida:  la vida sigue inmóvil, cercada de fronteras
               misteriosas  que lindan  con la muerte.  Nosotros entramos o salimos a ella o de ella —es
               decir, “estamos”—, mientras que ella “es”.
                     ¿Podría decirse, entonces, que la vida es quien tiene la razón?
                     No, no la tiene; no la necesita.
                     Como no tiene alas, ni fragancia, ni exaltada lujuria: eso es cosa de pájaros, o flores, o
               de yeguas  y percas; son peculiaridades.  Y una fútil peculiaridad del hombre es la razón,
               como la de ruborizarse o la de sonreír, que lo distinguen de los animales. Pero él piensa —

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