Page 248 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     —De tretas y de mañas nos faltaba a los andaluces mucho por aprender; desde hace
               unos cuantos años, sabemos mucho más. Yo también os conozco, señor conde.
                     Incluso he leído los versos de vuestro abuelo Santillana, lo que no sé si vos mismo
               habréis hecho, y sé que sois sobrino del Cardenal de España, lo cual os califica frente a mí.
               Pero, por  mucho que hayáis vivido en  Andalucía, aunque hubiesen nacido aquí todos
               vuestros abuelos, sangre andaluza no lleváis, ni la llevaréis nunca. Afortunadamente, diréis
               vos... Andalucía la hemos hecho nosotros, señor; a vosotros os cabe el dudoso laurel de
               deshacerla. No nos vengáis con fatuidades. Vuestros títulos, que os parecen tan grandes,
               los ganaron soldados  de fortuna a costa de la nuestra. —Hizo una mueca soberbia  y
               colérica—. Sosegaos. Para hacer olvidar tales orígenes se necesitan muchas generaciones.
               También los tuve yo; pero los sultanes de mi Dinastía hemos sido treinta y uno, y mi tío “el
               Zagal” fue, sólo de los nombrados Mohamed, el decimotercero: un número decididamente
               infausto.
                     —Me temblaban las manos; así fuerte la sortija que antes acaricié para que nadie lo
               notara—. Vos sólo sois el segundo conde de Tendilla; hace muy poco que empezasteis a
               encumbraros: por eso  justifico vuestros ímpetus.  Fijaos,  en cambio, en mí: yo no soy
               ambicioso. Gracias, claro, a que mis lejanos antepasados sí lo fueron.
                     Yo lo he tenido todo ya, señor conde; no aspiro a tener más. La ambición, en el fondo,
               es cosa de vasallos. —Señalé a Aben Comisa y a El Maleh—. De estos míos, pero también
               de los de vuestros reyes. Quien empieza a medrar es siempre codicioso; quien se apea, ya
               no. —Podía cortarse su ira; la sentía a mi alrededor como un reptil. Cambié la entonación—.
               Dispensad que os haya aburrido con estas reflexiones. Si no traéis el poder suficiente para
               negociar el plazo que os propongo, llevad mi proposición a vuestros reyes. No sé si ellos la
               aceptarán, pero en cualquier caso la entenderán mejor que vos.
                     La provocación dio resultado.
                     Saltó el conde:
                     —¿Es que dudáis que traiga poderes suficientes de representación?
                     —Ni entro ni salgo en ello.
                     Si es así, resolved.
                     —Sólo pensando en la largueza de ánimo del rey y en la caridad maternal de la reina,
               me he contenido al escuchar esas torpezas que llamáis reflexiones: los fuertes hemos de
               tener para los vencidos una actitud cortés.
                     —Un poco tarde lo recordáis, señor.
                     —Para que certifiquéis una vez más la grandeza de miras de nuestra religión, que no
               desea que muera el pecador, sino que se convierta y viva; para que certifiquéis qué ciertos
               descansamos en la alianza con la divina providencia, y cómo lo que podríamos tomar por las
               armas lo adquirimos con fraternales pactos, en nombre de sus altezas los reyes de Castilla y
               de Aragón, os concedo la prórroga del plazo tal como lo pedís: sesenta días a partir de la
               firma, que escribiréis ahora, día veinticuatro de noviembre.
                     —Con la amable conversación, ha avanzado la noche: ya es día veinticinco.
                     —De esa forma contaréis con un día más para vuestros manejos.
                     Hernando de Baeza derritió la cera sobre el pergamino que me presentaban. Con la
               sortija la sellé. Me asaltaron unas incontenibles ganas de llorar: el esfuerzo y el freno habían
               sido excesivos.
                     Aben Comisa y El Maleh suspiraron, y se intercambiaron miradas ufanas.
                     —Señor conde —concluí—, lamento que sea a vos a quien se encomiende el gobierno
               de la Alhambra y Granada; pero vaticino que serviréis muy bien a sus altezas. Por lo menos,
               a ellos.
                     —A eso, y no a otra cosa, es a lo que aspiro.
                     Fue a salir con brusquedad.





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