Page 245 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
Tenía razón el poema que enriquece los bordes de la taza. Nada pesaba allí. El patio
entero estaba sostenido en el aire; suspendido de algo, no apoyado en la tierra. Las
habitaciones de los testeros eran el minucioso y frágil producto de un ensueño: no había
dureza ni resistencia en ellas, tan sólo agilidad. Nunca tuve la certidumbre de que a lo largo
de toda la noche permanecieran aquella arquitectura y aquel embrujo; quizá se evaporaban
entre las brumas del anochecer, y al reconstruirse en cada alba no lo hacían de la misma
manera...
Alguien, un centinela, pisaba con apresuramiento las galerías y se acercaba con una
tea en las manos. Se estremecieron los quioscos, cambiaron de lugar, ondularon las
delgadas columnas, como si una rama destrozase agitándola una imagen reflejada en el
agua.
Arriba se afirmaron las estrellas ante la luz del hacha que portaba el intruso; abajo se
hizo el agua más ruidosa, como afirmando su potestad absoluta. Me oculté en la Sala del
Mediodía. Acaso el centinela me buscaba y, al no encontrarme, se alejó. Todo retornó a su
sueño, a su tenue inexistencia, a su serenidad sepulcral, como un disciplinado bosque
durmiente o quizá desvelado para siempre. Tuve un sobresalto: los leones me parecieron
agruparse acechantes, decididos a saltar sobre mí, como cuando era niño.
“Quien contempla estos leones amenazadores sabe que sólo el respeto al emir
contiene su enojo.”
¿El respeto a qué emir? La lividez de la luna se cuajó, consternada; se hicieron más
opacos los atauriques y más densos. Se me aceleraba el corazón. Vi, en la fuente de la
Sala, reflejarse la enjoyada y rielante indiferencia de su cúpula de almocárabes. Y, al
retroceder, reflejado también, vi el pórtico de la Sala del Norte.
“Jardín soy yo que adorna la hermosura.
Mi ser sabrás si mi belleza miras.”
Así es, como dice: sólo hermosura; sin motivo, sin objeto, sin término... ‘No puede ser’,
me dije. ‘¿Cómo es que alcanzo a verlo en esta pila de agua? Estoy dormido o muerto.’ No;
sólo estaba abrumado y de rodillas. Sin saber por qué —¿o sí?— ni cómo, me había
postrado; alcé los ojos desvalidos.
Tropezaron con la incesante cascada de estalactitas del techo, conjuradas en
estrellada asamblea.
¿Contra mí, conjuradas? Sollocé: el agua, siempre el agua. Tomándola en las manos,
humedecí mi cara. “Es un amante cuyos párpados rebosan de lágrimas y que las esconde
por miedo a un delator”, decían los versos de la fuente. Me sequé con el manto. Hacía frío.
Oí una voz que me llamaba. Supuse que el conde de Tendilla había llegado. Caminé
lentamente hacia el fondo del Cuarto, hasta el Salón Real.
El conde es avellanado y seco, de aire desabrido, cara estrecha y larga, nariz grande,
ojos muy juntos, y la boca, que apenas si se mueve al hablar, sin labios, plegada en una
mueca de desdén o de asco; sus manos son huesudas y nerviosas. Con nosotros estaban
Aben Comisa, El Maleh y Hernando de Baeza, que nos traducía cuando era necesario.
Ahora leía Baeza uno por uno los puntos de las capitulaciones. Levantaba la vista del papel,
y me miraba para confirmar que yo estaba de acuerdo. En algún caso se agregaba una
aclaración, o se emitía un comentario que hiciera explícito lo leído. El conde inclinaba la
cabeza con un gesto de aprobación. Era palmario que el acto le cansaba, y que, más que a
recoger mi conformidad y mi sello, había venido a plantear una cuestión fácil de adivinar.
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