Page 249 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     —Aguardad, señor. —Se detuvo y se volvió hacia mí, apretadas las mandíbulas—.
               Buenas noches. —Hice en el aire  un levísimo gesto de adiós—.  No  debo reteneros más
               aquí, donde estáis por última vez como invitado. Os doy permiso para que os retiréis.
                     Salió en silencio, tras una insignificante reverencia.


                     A la noche siguiente mis delegados tenían que tomarles juramento a los reyes
               cristianos. Durante la tarde me acerqué al Palacio de Comares para poner en antecedentes
               a mi madre. Estábamos los dos solos. Mientras le enumeraba las condiciones, una lágrima,
               que ella creyó que yo no veía, resbaló por su rostro ya arrugado. Su respiración se alteraba,
               y brotaban de su pecho unos ahogados suspiros, que yo fingí no oír. Me arrebató el escrito,
               y se retiró a la luz de un ajimez. Leyó, sentada, durante largo rato. Luego plegó los papeles
               y permaneció muda, mirando sin verlo el dorado paisaje.
                     —Esto es hecho —murmuró—.
                     Nunca lo hubiesen presenciado mis ojos.
                     Por si le servía de consuelo, me aproximé con un gesto solícito.
                     Me atreví a acariciar su hombro.
                     Se levantó de súbito.
                     —¿Cuál es el protocolo de la entrega?
                     —Los ejércitos entrarán por las puertas de arriba...
                     Me interrumpió:
                     —En cuanto a ti concierne, digo.
                     —Las dos cancillerías han estimado que debo entregar personalmente a don
               Fernando las llaves de la ciudad.
                     —¿Besándole la mano? —gritó como quien mira un nido de alacranes.
                     —Creo que sí —balbuceé.
                     —¡Jamás! Aún nos quedan alientos y recursos y hombres para arrojarnos contra ese
               sucio campamento y  echar abajo sus malditas cruces.  ¡Jamás!  Si por mí fuera, les
               obsequiaría con un montón de cenizas y huesos. Si por mí fuera, cuando estuvieran dentro
               sin  posible salida, los desmenuzaría:  Dios bendice las celadas contra los enemigos si se
               hacen en su nombre.
                     Si por mí fuera, mandaría a seis u ocho renegados que, con astucia y afilados
               cuchillos, asesinasen a esos reyes usurpadores...
                     —Lo sé, madre, lo sé: si por ti fuera.
                     —¿Y vas a arrodillarte tú, y a besar la mano que nos humilla y que nos roba? Esto no
               es una rendición, es un concierto entre dos partes por igual soberanas. Aunque lo parezcas,
               tú no eres  un vencido, sino un emir que ejecuta un acuerdo: un acuerdo que  no has de
               consentir que te degrade. Ahora aquí se resuelve un viejísimo pleito, pero por medio de una
               transacción; no hay más. Queden al margen los ejércitos y los alardes de victoria. Haz con
               tu honra lo que quieras; pero yo, que soy hija de sultán, viuda y esposa de sultanes...
                     La interrumpí:
                     —Y madre y cuñada de sultanes.
                     De acuerdo: se hará lo que se pueda.
                     —Se hará lo que se deba. Yo, con algún fiel que aún tengo, escupiré a los reyes a la
               cara, haré que me degüellen, y mi sangre amotinará a los granadinos —dijo, y salió de la
               sala.

                     Dicté una carta que Aben Comisa le llevó al rey Fernando a la hora de jurar. En ella,
               aunque era el alguacil quien la firmaba, referí la conminación  de la sultana, tan
               comprometedora si se cumplía. ‘Ella —le avisaba— se propone morir antes que ceder, y


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