Page 247 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     —No sé si ésa es la orden exacta que traéis, aunque me extrañaría; de haberos sido
               factible el  asalto, no  estaríamos sentados aquí juntos,  bebiendo jarabe de manzana y
               comiendo pasteles de almendra. Por cierto, ¿deseáis una bebida algo más fuerte?
                     —Sí —exclamó irritado—: me gustaría algo mucho más fuerte. Si de mí dependiera,
               hace tiempo que estas necias discusiones habrían terminado.
                     —Señor conde... —comenzó Aben Comisa.
                     —¡Dejadme en paz! —le atajó Tendilla, y supe que el exabrupto me estaba dirigido.
                     Habló El Maleh:
                     —Ya contestes en el  contenido,  el tema del plazo podríamos postergarlo para una
               próxima entrevista.
                     Iríamos nosotros...
                     —Nada de postergar. Por vosotros estaríamos postergando la entrega hasta el juicio
               final.
                     ¡Ahora o nunca!
                     —Señor —dije en voz baja—, soy el sultán  de este  Reino, dueño de darlo o  de
               negarlo.  Y dueño, en consecuencia, de señalar la fecha en que lo dé.  Vuestros reyes
               proponen condiciones, que yo puedo aceptar o rechazar.
                     —Os atendréis a las consecuencias —casi gritó.
                     —¿Es que he dejado de atenerme a ellas ni un solo día? Lo menos que cabe esperar
               de los fuertes es que tengan buenas maneras.
                     —Ya me habían dicho de vos que erais dubitativo y veleidoso.
                     —Sí, no acostumbro a entrar a caballo en casa ajena. Sé que os lo habían dicho. —
               Miré a Aben Comisa, que desvió los ojos avergonzado—. Por cortesía no os repito lo que a
               mí me dijeron de vos, y aun lo que he visto.
                     Su irritación se desbordaba:
                     —Nos obligaréis a hacer lo que no quisiéramos. Mañana, quinientos cautivos moros
               de los que tenemos en Santa Fe serán liberados. Y vendrán a Granada, cada uno con una
               copia del tratado secreto en que vos y vuestros consejeros conseguís insolentes ventajas
               personales. El pueblo sabrá así cómo ha sido subastado.
                     —Os respondo, señor conde —repliqué sonriendo—, porque estáis  en mi casa y
               porque no tengo cosa mejor que hacer. Mi hijo duerme ahora; si no, me iría a entretener con
               él: perdería menos tiempo.  Si podéis hacer  en una noche quinientas copias de cualquier
               documento, tenéis el real de  Santa  Fe mejor  organizado de lo que imaginaba.  Si lo que
               deseáis es  que mis vasallos me asesinen, habéis tenido  mejores ocasiones de  lograrlo,
               porque los  motines que he sufrido fueron todos provocados por sus altezas.  ¿Para qué,
               pues, esperar hasta hoy? —El conde había vertido un poco del jugo de su vaso—.  Os
               excitáis demasiado. Y amenazáis demasiado también: o un asalto, o una delación pública. Y
               delación, ¿de qué?
                     ¡De haber obtenido “insolentes ventajas personales”! No hablo de mis consejeros: lo
               que les hayáis dado a espaldas mías es cosa vuestra y de ellos; yo lo ignoro, no meto mis
               narices en las jugadas de los criados. Pero ¿de veras llamáis un buen negocio a trocar todo
               mi Reino por unas tierras yermas en Andarax y Ugíjar? ¿Lo hubiérais hecho vos? ¿Llamáis
               “insolentes ventajas” a que mi madre la sultana conserve sólo una parte de las propiedades
               que como horra le corresponden, y que son patrimonio privado de ella, no del trono?
               ¿Llamáis “ventajas personales” a  salir infinitamente peor parado que cualquiera de mis
               vasallos, que conservará, según vos, cuanto posee? ¿Y, con la prueba de esa mala venta,
               los queréis  sublevar en contra mía?  Señor conde, no me gustáis, ni me gustan vuestra
               actitud ni vuestro tono; pero os voy a hablar en él, para que oigáis cómo suena. —Alcé la
               voz—. Yo soy el propietario de este Reino. Si habláis de vender, yo vendo lo que es mío;
               pero a mi pueblo, no. En lo que hemos leído creo que queda claro. Y en el plazo que exijo,
               también queda.
                     —Os conozco. He pasado mi vida en Andalucía. Conozco las tretas y las mañas de
               los de vuestra raza.
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