Page 244 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               seguridad de que ni rechazándolos se llevaría a cabo la firma del pontífice. Cuando leí los
               códices, se me antojó su falta un mal presagio.
                     Lo más importante, de lo que el resto  era una enumeración de previsiones
               desglosadas, se resumía en esto:

                     “Sus altezas y el señor príncipe don  Juan, su hijo y sus  descendientes, tomarán y
               recibirán al dicho rey  Muley  Boabdil y a los dichos alcaides, cadíes, alfaquíes, sabios,
               muftíes, alguaciles y caballeros y  escuderos  y comunidad, chicos y grandes,  machos y
               hembras, vecinos de la dicha ciudad de Granada y del dicho Albayzín y de sus arrabales y
               villas y lugares de su tierra y de las Alpujarras y de las otras tierras que entraren bajo este
               asiento en  capitulación, de cualquier estado  o condición  que sean,  por sus vasallos y
               súbditos y naturales, y bajo su amparo y seguro y defendimiento real, y los dejarán y
               mandarán dejar en sus casas y haciendas y bienes muebles y raíces y leyes y religión y
               costumbres, ahora y en todo tiempo para siempre jamás, sin que les sea hecho mal ni daño
               ni desaguisado alguno contra justicia, ni les sea tomada cosa alguna de lo suyo, antes serán
               de sus altezas y de sus gentes honrados y favorecidos y bien tratados como servidores y
               vasallos suyos.”

                     El único descanso de mi alma era que a todos se nos tratara mejor como servidores y
               vasallos que como enemigos; mi única inquietud, que así no fuese. Acertó la inquietud.


                     Aben Comisa no se avenía a que El Maleh hubiese acaparado las negociaciones. Casi
               en vísperas de las firmas escribió al conde de Tendilla, recién llegado de Alcalá la Real, con
               el que mantenía buenas relaciones y del que supo que iba a ser nombrado máxima
               autoridad militar y civil de  Granada.  Tales relaciones  se  habían afirmado meses atrás,
               cuando el  conde apresó a una sobrina de  Aben  Comisa que se  dirigía a  Tetuán para
               contraer matrimonio con su alcaide. Las gestiones del rescate fueron laboriosas. Yo ofrecí la
               entrega de unos cuantos sacerdotes cristianos y de otros cien cautivos. Tendilla trajo a la
               joven Fátima a las puertas de Granada, pregonando entre los cristianos que era el suyo un
               ademán caballeresco y que, por si no era bastante, al enterarse de su rango y de sus
               circunstancias —como si no los supiera de antemano—, le había hecho un presente de joya
               por su boda. Todo fue una faramalla del conde que, de tal modo, consiguió sus propósitos y
               una fama de galantería y gentileza que no le era debida.
                     En su carta de ahora, el rastrero Aben Comisa le advertía indignamente que, dentro
               de la ciudad, no marchaban las cosas tan bien como se sostenía; que era “dificultoso reducir
               a un pueblo tan grande si una vez se alteraba”, y que todos conocían lo inconstante de la
               condición del sultán. Ante estas amonestaciones, quiso el conde entrevistarse conmigo para
               cerciorarse de la situación. Lo recibí en la Alhambra, en el Cuarto de los Leones.

                     Yo llegué un poco antes de la hora, y mandé que me dejaran solo.
                     Me despedía de cada capitel, de la luz, del agua y de mí mismo. Chispeaba el pálido
               azul de la luna tras el encaje espeso de las arquerías como una travesura y una risa. ‘Ni las
               arquerías ni la luna están aún enteradas’, me dije.
                     Sentía que me rodeaba una presencia múltiple: la de quienes vivieron allí y  se
               ilusionaron. Pensé en la multitud de quienes habían visto, desde algún mirador, platearse el
               jardín como ahora se plateaba, y escuché el líquido rugido de los leones, que se hacían
               espaldas en círculo unos a otros, defendiéndose de un peligro que hasta hoy había sido
               imaginario y que ya era real.

                     “Plata fundida corre entre las perlas, a las que se asemeja en belleza sin mancha y
               transparente.
                     Agua y mármol parecen confundirse sin que sepamos cuál de los dos se desliza.”


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