Page 239 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               tarde. Si me autorizas, escribiré a Zafra ahora mismo, y que complete con esta tanda los
               legajos.
                     Se sentaba a escribir, cuando agregó:
                     —Vi a don Gonzalo, y me dijo que aceptaría una invitación tuya a visitarte.
                     Lo que escribió fue un anuncio del envío de nuevas solicitudes, y otro del envío de
               unos alpargates para la mujer de Zafra. Y, por supuesto, la petición para él de la alhóndiga
               del pescado, con derechos y provechos y, si no, la plaza de los zapateros y el provecho del
               degüello de ganados de la aduana, “aunque la mayor merced que me habéis de hacer es
               que tenga yo favor en casa de sus altezas y con todos sus servidores, y que me cuenten
               como uno de ellos, y que me quede la casa de sus altezas abierta para suplicar por todos
               los que me vinieren a rogar, como tengo hoy en casa de mi señor; no sea que se haga lo
               que han menester de mí, y después me echen”. Y rogaba el secreto una vez más, y que,
               para guardarlo, se castigase en  Santa  Fe a quien hablara con cualquier moro en donde
               fuera, y que se pregonara la prohibición, porque él había escuchado lo que no le gustaba en
               el real. (Por lo que me dijo, le habían llamado hijo de puta.) Y, como en un rapto, añadió una
               posdata: que habían llegado dos navíos a Adra con mil fanegas de trigo cada uno y con
               noticias de que, en Vélez, once navíos desembarcarían trigo de limosna y caballos, “y estoy
               maravillado de vuestra armada cómo los deja pasar.
                     Poned esto a buen recaudo y encomendadles que guarden mucho la mar.
                     Y saludos”.
                     —¿Es cierto eso que escribes?
                     —Qué más quisiéramos; pero así queda claro que, si fuese cierto, nosotros  no
               estaríamos tan mal, ni serían ellos tan buenos sitiadores.
                     El que ría el último será el que mejor ría.
                     —Me temo que a nosotros para entonces se nos hayan cortado las ganas de reír.

                     El Pequení, por su parte, machacaba a Zafra con la insistencia de que a los firmantes
               de las capitulaciones los acompañara un alfaquí: como sacerdote, legalizaría mejor el
               documento, y “ablandaría” a los otros alfaquíes, y daría al acto mayor solemnidad. Puesto
               que  Zafra había sugerido, a instancias del propio interesado, que fuese él mismo,  El
               Pequení reforzaba: “yo lo querría también, pero El Maleh no llevará consigo sino a quien
               sepa menos que él y a quien aprecien menos sus altezas”. El resultado fue que, en contra
               de El Maleh, se eligió a El Pequení para acompañarlo.
                     Pero el resultado inapreciable fue que, en este largo toma y daca de dos o tres o
               cuatro cartas diarias, avanzaba noviembre.


                     El mensuar de la guardia entró precediendo a una figura encapuchada y encapotada
               de negro hasta los pies. Cuando se descubrió, vi a don Gonzalo. No lo esperaba tan pronto,
               aunque era ya noche cerrada. Así que, con la sorpresa, no pude evitar que me besara la
               mano.
                     —¿Qué hacéis? —exclamé.
                     —Ya lo veis, señor: manifestaros mi respeto.
                     Hasta ese momento, empeñado en tantos pormenores y accidentes que me excedían
               a diario, no había encontrado el tiempo —o acaso no deseaba encontrarlo— para reflexionar
               sobre la magnitud de lo que sucedía.  Y, de improviso, ante el gesto más compasivo que
               devoto de don Gonzalo, se me impuso. Me pasó a mí lo que supongo que le pasa a alguien
               cuyo joven hijo ha muerto: se ocupa de los trámites y de las recepciones, y de que esté a su
               hora la comida, y atendidos los huéspedes; hasta que llega el pariente que más quiso a su
               hijo, y en ese instante todo el tamaño de la pérdida se manifiesta, y recuerda de golpe la
               luminosa infancia del niño que nunca iba a morir, y sus dulces ojos y su dulce esperanza, y
               toma cuenta de que ha ocurrido lo que nadie hubiese  pensado y de que él sigue vivo
               todavía, y se derrumba llorando en brazos del pariente.
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