Page 236 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     —Hoy no es domingo, señor.
                     —Lo sé.  Tú pon domingo.  Cada día de sitio para ellos significa  un sacrificio y
               muchísimo gasto.  Y con los años se multiplican más, como si cada día fuesen mil.  Si
               retrasamos, o levantan el sitio o dan lo que pidamos.
                     —O atacan.
                     —Mal ataque con el invierno en  puertas.  Hay que dar largas, hasta que todos los
               granadinos echen pie a tierra —y añadí, mientras él me miraba con pasmo—: Ser astuto no
               tiene tanto mérito.


                     Así fue. De tal modo urgía el asunto a los reyes, que Hernando de Zafra me pidió un
               salvoconducto para venir a Granada de incógnito.
                     Se lo di. El Maleh lo hospedó en la misma casa en que estuvo Juan de Bazán.
                     Pasada la medianoche, bajé a  verlo desde el  Generalife.  Era como me lo había
               imaginado: con cara de ratón y manos de ratón y ojos de ratón. Estaba inmóvil, y todo él se
               movía: se le mordisqueaban los labios, le vibraban las aletas de la nariz, le parpadeaban los
               bigotes, le tabaleaban unos dedos sobre otros, y se le meneaban los ojos de acá para allá.
               Todo a pesar suyo, porque él seguía, de pie o sentado, lo mismo que una estatua.
                     La cuestión batallona era el plazo de la entrega. Zafra no traía poderes para negociar;
               sólo una propuesta: treinta días. Yo le pregunté:
                     —¿Tan mal se hallan sus altezas, tan rebeldes sus súbditos, tan agotadas sus arcas,
               que no pueden aguardar a que madure el fruto? ¿No escribisteis que no tenían ni la menor
               necesidad?
                     —La única que tienen es concluir este negocio, que está ya concluido. Porque deben
               realizar muchas más cosas: bodas, navegaciones, pactos y conquistas en Europa, y esta
               arenilla de Granada les molesta los ojos.
                     Los suyos se movían como si la arenilla le molestase a él.
                     —Esta arenilla de Granada la han tenido Aragón y Castilla metida en sus ojos desde
               hace siglos —le repliqué—. No pienso que por llevarla tres meses más los ciegue.
                     —Precisamente porque llevan así varios siglos, cuanto  antes se resuelva, mejor.
               Sobre todo, porque es un asunto terminado. Como cuando hay un muerto (perdonadme la
               comparación) en una casa: cuanto antes diga el físico que es muerto y se saque el cadáver,
               antes descansará la familia.
                     —La familia, primero, habrá de convencerse de la muerte, y llorarla, y hacer el duelo, y
               velar el cadáver.  Pero  si la familia desconoce hasta la gravedad del enfermo, no ya su
               muerte, ¿quién la convencerá de que debe enterrarlo?
                     —Se os pudrirá el difunto entre las manos.
                     —Consentid que sigamos nuestras costumbres, y lo  lavemos y lo perfumemos y lo
               embalsamemos para evitar que se nos pudra. Nada se adelanta si matamos, por las prisas,
               al agonizante, salvo que nos señalen como asesinos. Más sabe el loco en su casa que el
               cuerdo en la ajena. Dispuestas están ya las jofainas y las toallas. Y el llanto, señor, también
               está dispuesto; que si vuestros reyes tienen arenilla en los ojos,  en los nuestros hay
               lágrimas. Pero no queráis meter vuestras caballerías por la fuerza en un alfar, porque no
               quedará cacharro sano.
                     —Por eso, alteza,  os damos treinta fechas  para colocarlos en  las estanterías y
               anaqueles;  si quisierais, de sobra  tendríais.  Y nuestra ayuda también, para poner cada
               cacharro donde le corresponde —su intención se afilaba—, y hasta para romper los que
               convenga.
                     Comprendí que los argumentos que uno usara los retorcería el otro a su favor. Por eso
               le hablé más o menos así:
                     —Si se os ha permitido entrar en nuestra casa no es para que olisquéis ni para que
               fisguéis, señor Zafra, sino para que atendáis mis razones, que las tengo y son muchas, y las

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