Page 234 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               Para defender mi vida, dije que te lo consultaría, y me retiré más corrido que un toro y más
               avergonzado que una abubilla sin moño. Y aquí estoy.

                     No pasaron dos días sin que escribieran los reyes y Zafra ratificando su propuesta a El
               Maleh y proponiendo otra entrevista personal. De nuevo era preciso ganar tiempo: hasta que
               el invierno no se asentara y se acentuase la escasez de alimentos, el pueblo granadino no
               estaría dispuesto; por otra parte, si accediésemos a acortar el plazo propuesto por nosotros,
               sería por la mejora de las condiciones de la entrega en pro de mis vasallos.
                     Le aseguré a  El  Maleh que ya  contestaríamos a  Zafra y a los  reyes, que se
               desentendiese. Lo despedí; pero no había pasado mucho tiempo, aunque era ya de noche,
               cuando volvió a verme, demudado.
                     —Señor, he descubierto, por coincidencias que no vienen al caso, que el alfaquí
               Mohamed el Pequení se cartea con Zafra.
                     —Seguramente porque has interceptado a su mensajero, o porque le pagas más que
               él para que te enseñe sus cartas.
                     —No hace al caso, señor. Lo importante es que nos han vendido.
                     —Estoy al tanto —lo tranquilicé echándome a reír— de que  Zafra se cartea  con
               muchos que no sé, y  con algunos que sé, pero no sé qué le escriben: mis amigos del
               Generalife van desapareciendo día a día...
                     Se me heló la risa; aquella misma tarde había estado casi solo.
                     Me entristecieron la hora y el lugar. Despedí a los tres amigos que me acompañaban,
               pedí a  Farax que me aguardara en el camino de la  Alhambra, y contemplé como a mi
               alrededor y sobre mí se desmoronaba la tarde. Sentí la infinita melancolía de las aguas que
               corren y se van, que cantan en surtidores y se van, siempre las mismas y otras siempre.
               ‘Igual que los amigos, si es que algún día los tuve.’
                     ‘Aquí —me dije— amé y no me amaron, y luego amé y me amaron, inhibido del mundo
               y sus batallas, inhibido de las ruinas cuyos escombros hoy me ahogan...  Ningún amor
               sustituye a otro amor. Lo de ahora no sé si es más o menos: es una identificación, una unión
               plena de amistad que, de vez en cuando, se expresa en una unión de cuerpos.
                     Es así con Farax, y es así con Moraima...’
                     Se ponía el sol entre la Alhambra y el Albayzín; entre la colina roja y la de enfrente,
               con sus huertos rampantes y armoniosos.
                     Cuando cayera el sol, habría acabado todo una vez más, como un juego de magia,
               cuyo truco sabemos.
                     En el mirador movía el aire mis ropas, acaso demasiado ligeras para la hora. Veía la
               Alhambra de torres esbeltas y amontonadas, pálidas con el sol tras ellas; la Sierra, blanca y
               muda. Se dejaba caer el sol sin resistirse, naufragado en su sangre más morada que roja.
               En el Albayzín surgió una música de unas manos y de una boca inhábiles. Detrás de mí el
               quejido de las acequias, que tan alegre me pareció otras tardes, era hoy igual que un llanto.
               Qué solo estaba.
                     ‘Qué solo estoy.’  Me  volví hacia la  Quinta casi al alcance de mi  mano, soberbia e
               inservible como yo mismo ahora...
                     La ciudadela había vuelto a su color porque se hundía el sol: roseaba y se doraba.
               ‘Quizá es bueno que el sol se ponga para que todo sea de veras como es. Ya no hay fieras
               en los bosques de la Alhambra, ni pájaros exóticos bajo la Torre de Comares; sólo queda la
               leyenda. El sol se ha ido. Aún veo la terca lozanía, a pesar de todo, de la Vega. Sin sol,
               todos somos iguales: todos hemos extraviado nuestra sombra.’  El olor de algunas
               trepadoras trasminaba los dedos remisos de la noche; cantaban los mirlos últimos. En su
               estremecimiento final, el cielo era amarillo y verde lo mismo que un limón. ‘Aquí yo amé y
               me amaron, y todo continúa lo mismo, menos yo...’
                     Me había distraído de El Maleh; él me acechaba. Volví a sonreírle.
                     —Que no te desazone El Pequení: tengo sus cartas.


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