Page 229 - El manuscrito Carmesi
P. 229

Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Más tarde, al reflexionar, comprendí que estaba resuelto de antemano. En primer lugar
               —los hechos consumados tienen  suficiente elocuencia—,  ambos, por separado  o unidos,
               tenían ya un camino hecho, lo que era sustancial en un trance en que yo no podía andarme
               con finuras de protocolo, y además, para encarecer su labor, ya habían insistido ante el
               contrario en lo difícil y costoso que resultaría convencerme. En segundo lugar, desconfiaba
               de los otros más aún que de ellos. Al fin y al cabo, ellos me asesoraban desde la primera
               época, y eran ya conocidos por los cristianos como representantes  míos en otros tratos
               angustiosos; de lo que, por supuesto, también se habían aprovechado.  En tercer lugar,
               según se deducía de las cartas, habían sido recompensados ya con mercedes y sobornos; y
               eso, si no colmado, sí habría atemperado su codicia, con lo que algo adelantábamos.
                     Y de cualquier manera, estaba solo; la responsabilidad final, en última instancia, iba a
               ser mía.
                     Sobre todo, en cuanto saliera mal.
                     Como de pasada, me pregunté a mí mismo qué era la lealtad, y quién era capaz de
               ella en los días que estábamos viviendo, en los que el ‘sálvese quien pueda’ era la consigna.
               Yo, desde que me conozco —y no sé si me conozco del todo—, he buscado leales. Cuando
               fui débil, o mejor, cuando fui niño, tuve unos pocos junto a mí y todos eran más débiles que
               yo. Ahora no podría exigir a nadie una fidelidad a ultranza; ésa, sólo el amor la otorga ácon
               sus a veces injustas exclusivas. Por el ansia de tener aunque sólo fuese una persona leal es
               por lo que  ciegamente he incrustado mi corazón en mis asuntos,  o mis asuntos en mi
               corazón. Farax ha sido tal persona; desde otra perspectiva, también Moraima. Son las dos
               lealtades únicas que poseo; aunque en cierta forma, porque más bien son como yo mismo.
               Pero una certeza semejante, a quienes nos ayudan a gobernar no es prudente pedírsela, y
               menos aún a quienes intentan sustituirnos. ¿Es que un rey sabe alguna vez —sobre todo si
               se plantea un dilema entre él y el reino— quién le es fiel? ¿Y no cabrá la eventualidad de
               que el infiel y desleal al rey sea, por ello mismo, fructuoso para el reino?
                     Por otro lado, la deslealtad conmigo que habían tenido —y tendrían— Aben Comisa y
               El Maleh se compensaba de una lamentable manera con su deslealtad recíproca.
                     Ésta era la que me pondría en guardia, por medio de sus delaciones y sus celos y
               envidias, si uno de ellos tramaba algo de veras peligroso. Y, al fin y al cabo —y con esto
               cerré la reflexión—, más desleales serían con los otros: con los cristianos y con el resto de
               los dignatarios granadinos. Aben Comisa y El Maleh barrerían para adentro, pero para su
               adentro nada más, y el tema era  demasiado amplio como para detenerse en excesivos
               fililíes.  Aunque no me  sirviese de  un gran consuelo, tenía la seguridad de que,  entre los
               demás y yo, me elegirían a mí; aunque no era menor mi seguridad de que, entre ellos y yo,
               se elegirían ellos.

                     Mi decisión —tomada a bote pronto, lo que los enorgulleció y los puso literalmente a
               mis piesfue, por tanto, que el alguacil mayor del Reino y el visir de la ciudad emprendieran,
               ahora oficialmente, las negociaciones.  Hasta  el menor movimiento de ellas tendría que
               llevarse entre nosotros tres con el más inexorable, rígido y absoluto de los mutismos.
                     Me informaron —aunque yo ya lo sabía, y ellos supongo que sabían que lo sabía— de
               que su emisario habitual era  Hamet el  Ulailas, un medio renegado medio comerciante,
               elegido por  Hernando de  Zafra y carente de toda moral, pero quizá  por eso utilizable.  A
               partir de ahora, sin embargo, convendría arbitrar el medio de tener algunos encuentros
               personales, porque desconfiaban  —¡ellos,  Dios mío!—  del traductor, un judío llamado
               Simeón.  Les pregunté  si desconfiaban más de la persona o de sus traducciones, y me
               respondieron a la vez que de todo.

                     La primera carta, cuyo borrador tengo ante mis ojos, se la escribió El Maleh a Zafra
               delante de mí.
                     Era la respuesta a una suya anterior. Empieza: “Especial señor y verdadero amigo”, y
               despliega tal ristra de cumplidos respecto a Zafra y a los reyes que no pude sofocar la risa.
                     El Maleh leía al escribir:


                                                          229
                                        Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/
   224   225   226   227   228   229   230   231   232   233   234