Page 228 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Luego pasé de uno a otro, sin prisa. La cólera me hacía levantar la cabeza, erguir el
               cuerpo; acaso nunca he ostentado tanta majestad.
                     De uno en uno, sin prisa, fui escuchando sus síes.  Mi cólera, de todas formas, era
               relativa: no me la originaban sus respuestas, sino sus semblantes, sus asquerosos
               egoísmos que procuraba desenmascarar. A medida que interrogaba a más, los síes eran
               más resonantes y robustos.  No me detuve frente a  Farax: habría dicho que no.  Al
               encararme con la última fila, me había acercado a las puertas del salón. Fuera caía o se
               levantaba una noche plácida y tibia. Venía de los jardines un olor a jazmín.
                     Oí el ligero deslizarse del agua en los extremos del estanque. En algún sitio cantó un
               pájaro.
                     —Sí —contestó el último.
                     —Os agradezco que me hayáis hecho partícipe de vuestro dictamen.
                     Ellos y yo  sabíamos que las negociaciones  habían empezado hacía ya tiempo.
               Probablemente cada uno de ellos había recibido una remuneración ya o una promesa. Se
               escuchaba el piar del pájaro, agrandado por el silencio.
                     —¿Vienes, madre? —Estaba pálida, desencajada, casi invisible bajo su decepción—.
               ¿Vienes, madre? —repetí.
                     Su voz fue como un chorro de agua hirviendo:
                     —No. Me quedo. Me quedo aquí. Y no saldré de aquí. Déjame sola. Bien pensado,
               creo que estuve sola siempre.

                     Cuando regresamos al Palacio de Yusuf III, Farax me dijo:
                     —Ellos no te merecen.  Eres el mejor sultán  que ha tenido  Granada.  Has estado
               admirable.
                     —No lo soy; pero, aunque lo fuese. Como has podido ver, ser el mejor sultán en el
               peor momento no sirve para nada.

                     Quise entrar en la alcoba de Yusuf para tocar algo limpio.
                     Moraima me sonrió con un dedo sobre los labios:
                     —El perro y el niño están durmiendo juntos. Han venido agotados los dos.
                     —También yo he venido agotado.
                     Creo que definitivamente —dije, y le pasé un brazo por los hombros.


                     —No es hora de recriminaciones —les advertí a Aben Comisa y a El Maleh cuando los
               tuve delante un día después.
                     Y, al ver que se miraban de soslayo, les previne:
                     —Tampoco es hora para que os culpéis el uno al otro: sois culpables los dos. Es hora
               de actuar.
                     Y de actuar con arte, de modo que ganemos lo más posible; o de modo que perdamos
               lo menos posible, será mejor decir. En cuanto a ese arte, en vosotros y en el rey Fernando
               he tenido, hasta ahora creí que por desgracia, los más eximios maestros. Mostradme las
               cartas que  el apoderado de los reyes os haya dirigido, y la copia de las que vosotros le
               dirigisteis por vuestra cuenta a él. No repliquéis —se aprestaban a hacerlo—, y mostradme
               las cartas.
                     Evidentemente me enseñaron las que les convenían, y las minutas de las suyas quizá
               rehechas. Al alguacil mayor, Hernando de Zafra le llamaba ‘honrado señor’; a El Maleh, a
               quien había escrito mucho más, ‘especial y grande amigo y como verdadero hermano’. De la
               lectura se desprendía que llevaban conspirando mucho más tiempo del que yo imaginaba.
               Cualquiera que lea estos papeles  se preguntará por qué acepté que ambos continuaran
               representándome. Mi posición era tal que ni siquiera lo dudé.

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