Page 223 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     No sé si por desgracia o por fortuna, todos los asistentes estuvieron de perfecto
               acuerdo.  En aquel salón y en aquel día aparecieron, aflorando las ocultas, las líneas
               fundamentales que dibujaban con los trazos más negros la triste realidad.


                     Detrás de un plato con membrillos y granadas veía dorarse el atardecer de fines de
               septiembre.
                     Abstraído, había dejado transcurrir el tiempo. Nasim me avisó de que era ya la hora.
                     —Refrescará, señor.
                     Me puso sobre los hombros un manto oscuro. Al pasar cerca de un espejo, miré de
               refilón involuntariamente; me encontré con un rostro ojeroso y delgado.  Me costó
               reconocerlo como mío.
                     Fuera del Palacio de Yusuf III jugaba Farax con mi hijo y el perro “Hernán”. El niño,
               manoteando, montaba sobre el paciente perro, auxiliado por las recias manos de Farax. Yo
               había encargado a un sillero —por precaución, no de la familia abencerraje, a la que según
               su apellido le correspondía— una minúscula silla para Yusuf. Se mantenía sobre ella con
               garbo y con donaire.  Me detuve un momento.  Mi hijo llamó mi atención gritando. ‘El
               bienestar desafecto y ruidoso de los niños’, pensé.
                     —Vamos, Farax.
                     ¿Sabía él dónde íbamos? Daba igual: me habría seguido a cualquier parte. Puso al
               niño en el  suelo, tomó su albornoz y se dispuso a seguirme.  La tarde era vulnerable e
               íntima: demasiado, para lo que yo tenía que hacer. Me hubiese agradado más pasear con
               Farax por los jardines, en silencio, presenciando la caída de las primeras hojas, la huida de
               la luz, los misteriosos cambios del cielo  hasta acabar en el azul profundo de los
               anocheceres que eran por aquellos días especialmente bellos.
                     Caminé hacia la salida.  Dudaba el perro si seguirme o quedarse con el niño.  A un
               perro le perturba siempre una  separación; quizá ellos piensan —y, piensen o no,
               aciertanque cualquier separación puede ser la última. “Hernán” volvía la dorada cabeza de
               uno a otro, indeciso y acaso desgarrado. Quise ayudarlo:
                     —Quédate, “Hernán”; guarda al niño. Volveré pronto. En el Salón de Comares habrá
               bastantes perros. —Supe, sin mirarlo, que Farax había sonreído—. Mucho peores que tú.

                     Al entrar en el patio, el sol resplandecía aún sobre uno de sus costados; al otro lo
               amortiguaban ya las sombras; la alberca, inmóvil, parecía mucho más profunda de lo que
               es. Por sus canales de mármol entraba en ella el agua susurrante. Su color verde oscuro me
               entristeció. ‘Una fatal serenidad.’  Se olían los perfumes quemados en los pebeteros;
               avanzaban hasta nosotros por el aire quieto.  Mi  madre, saliendo de sus habitaciones, se
               situó a mi lado.
                     Entramos. Los convocados me saludaron con un inesperado calor.
                     Junto al habitáculo central me aguardaban el alguacil mayor y el visir de Granada. Se
               inclinaron.
                     Me senté sobre los almohadones e invité a todos a sentarse. Debió de sorprenderles,
               porque tardaron en hacerlo. Estaban expectantes.
                     Yo había decidido no darles facilidad ninguna; no haría más que escucharlos.
                     —Hablad —dije.
                     Nada más.  No aludí al motivo de la convocatoria; no señalé un orden de
               intervenciones; no le concedí a nadie la palabra. Todos sabíamos qué hacíamos allí. Y ellos,
               mucho más que yo, sabían lo que se morían por decirme.  Después de una vacilación,
               supongo que fingida, en que se consultaron  unos a otros con un apagado murmullo, se
               levantó uno, al que creí identificar como alguien con un puesto importante en el mercado de
               la ciudad, quizá el zabazoque mismo, pero no recordé de momento su nombre. Comenzó a
               perorar. Supuse que iba a perorar durante mucho tiempo. Vi cómo el atardecer abría sus


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