Page 222 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     —Muy ingenioso —contestó con los dientes apretados—. Este pueblo está convencido
               de que el señor de la Alhambra es el señor del Reino. Tu desidia y tu falta de respeto por los
               símbolos me obligan a vivir en el palacio que ocupó tu padre y su favorita, lo que no es para
               mí un plato de gusto.
                     Yo sabía que eso no era verdad, pero no la contradije: preferí aplicar mis esfuerzos en
               otras direcciones.
                     —Me temo que, por lo que he alcanzado a saber de gestiones demasiado particulares
               —subrayé la expresión—, la violencia con que  Aben  Comisa y tú habéis sancionado los
               motines, muy exagerados en buena parte por intereses  bastardos, ha sido
               contraproducente.
                     Habéis conseguido dejarme sin ciudadanos de alcurnia y de fortuna; sin ciudadanos
               cuya honradez y cuyo valor eran los que los animaban a decir la verdad a cara descubierta;
               sin ciudadanos que me habrían ayudado mucho en la hora de la sacudida, tan cercana: los
               únicos que habrían de ayudarme. ¿Y con quién cuento ahora? ¿Con un pueblo, cuyas iras
               alguien se  ha ocupado en desatar, que ha acuchillado a  los notables y desvalijado a los
               poderosos? ¿Con los nobles supervivientes, que se han ido de la ciudad, disfrazados de
               campesinos, para salvar la vida en aldeas y cortijos? ¿Con quienes están ansiando que
               entren aquí los cristianos para implantar un orden y una seguridad que se han hundido?
                     ¿Con los comprados y los compradores que, con el pretexto de actuar en mi favor, me
               han aislado, para conseguir de ese modo no ser desenmascarados, de quienes me ofrecían
               su honestidad, su apoyo y su consejo? ¿Con quién cuento?
                     Dímelo, madre, porque yo no lo sé.
                     Era verdad: no contaba con nadie. Yo había llegado a recelar de todos, y el pueblo
               recelaba de mí. Cada vez más a solas conmigo mismo, reduje al máximo el número de mis
               servidores: había días en que Moraima guisaba nuestra comida. Y nunca dormíamos más
               de tres o cuatro noches en el mismo lugar, temeroso yo de ser asesinado, y sin saber ni
               remotamente cuál sería la mano que iba a asestar el golpe.
                     —Deja de hablarme, madre, de la esencia filosófica del pollo.
                     Porque de  desplumes y de desmembraciones tengo más experiencia que tú.  En la
               Casa de los Amigos del Generalife recibía hace meses a un par de docenas de granadinos,
               cuyas familias son tan de Granada y tan Granada como puedo yo serlo: ministros, primos
               lejanos, alcaides de las torres, jefes de barrio, o jeques, o caídes, o wasides. Me asombraba
               que, de uno en uno, fuesen faltando a mis reuniones.
                     Debí de adivinar que los que no habían sido expulsados o asesinados o condenados
               por ti, empezaban sencillamente  a visitar otra casa de  otros amigos: la regentada por
               Fernando de Aragón. Pluma a pluma y miembro a miembro, me he quedado sin pollo. ‘Está
               indispuesto’, me decían los otros, o ‘tenía que hacer’, o ‘ha ido a firmar una compraventa’, o
               ‘su mujer está de parto’.  Hasta que caí en cuál era el enredo, y  ya pensaba oyendo al
               excusador: ‘Mañana serás tú el que no venga.’  Y no  venía, en efecto.  Ahora estoy solo,
               madre.  Va a naufragar el barco; a la tripulación me la habéis tirado por la borda; a mi
               alrededor, sólo hay ratas, y ya se sabe lo que las ratas hacen cuando peligra la nave.
                     ¿Te gustaría que habláramos también de la esencia filosófica de las ratas? ¿Dónde
               empieza y acaba una rata, quién la mantiene; qué se necesita arrancar de una rata para que
               deje de serlo?
                     —No me hacen gracia tus ironías. Ni te las consiento. Si quieres conocer mi opinión,
               cosa que dudo, te aconsejo que convoques una reunión de notables y consejeros, y los
               oigas. Sé que ellos piensan como yo, pero tú preferirás escucharlos a ellos antes que a mí,
               igual que has hecho siempre.
                     —Así se hará —corté.
                     Y convoqué, para dos días después, una asamblea de alcaides, adelantados,
               alfaquíes, dignatarios y comerciantes representativos de los gremios.  En el  Salón de
               Comares, por supuesto, testigo de los esplendores de la  Dinastía.  Fue en él donde
               coincidieron por fin definitivamente las tres vías de las que escribí hace unas páginas.


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