Page 225 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               Dios vencedor...’ La fatua y ofuscada presunción en el respaldo de la Divinidad. ¿Ninguno
               de mis predecesores había presentido que llegaríamos a esto?
                     ¿Se engañaron todos hasta el  punto de creer que esto se mantendría en un
               persistente equilibrio? ¿No sería que yo aspiraba a sacudirme la responsabilidad, culpando
               de obcecación a los que, antes, se habían sentado en donde yo ahora?
                     ¿Está verdaderamente todo escrito?
                     ¿Era reo yo de que este hatajo  de vientres egoístas  me estuviera dando hoy la
               monserga con sus quejas?
                     ¿Qué habían hecho de meritorio ellos? ¿Defenderme —¡defenderme!frente al “Zagal”,
               o defender sus intereses radicados en  Granada, yendo y viniendo a su conveniencia,
               mudando de opinión  según el que reinara en la  Alhambra? ¿Y qué pretendían ahora?
               Cambiar de dueño nuevamente, echar al dueño de siglos y sustituirlo por otro más rico, más
               potente, más estable, con cuyo orden prosperarían sus negocios. ¿Yo era el traidor? ¿Yo
               era el indiferente? Ellos, que van con su tahelí portador del  Corán fingiendo que en algo
               esencial les afecta; ellos, cuyo corazón está donde su tesoro, y su fe, donde su tesoro, y su
               Dios y su todo. Los miré casi de uno en uno. Resbalé los ojos por sus vestidos, que habían
               despojado  de recamados y bordaduras para  no provocar al pueblo;  por sus relucientes
               mejillas; por sus gruesas tripas insaciables.  Habría preferido tener ante mí a  un pueblo
               vociferador y gesticulante, desharrapado y hambriento.  Ése sí que me  hubiese dicho con
               exactitud y  brevedad qué era lo que quería:  vivir, vivir a costa de  lo que fuese. ‘Dios no
               conduce a las gentes infieles.
                     Dios no conduce a las gentes injustas’, dice el Libro que llevan colgado de sus cuellos
               o de sus cinturas. ‘¿Es que  Dios y su  Enviado sólo nos prometieron un engaño —le
               preguntaría a ese pueblo—, o es que no nos merecemos el apoyo de Dios? ¿Qué hemos
               hecho?  Guerrear entre hermanos, matarnos entre hermanos, mordernos y desangrarnos
               como fieras. Y ahora esperamos que el Todopoderoso nos proteja.’ ‘Vivir —diría el pueblo—.
               Eso es lo que queremos. Si hasta la doblez religiosa la admite el Profeta porque la vida es el
               mayor bien que nos otorga Dios, y es lícito salvarla aun renegando en apariencia de la fe,
               ¿cómo se nos va a prohibir rendirnos y entregarnos por vivir?’ Eso me diría el pueblo. Pero
               ¿no me bastaría hablarle con calor y a voces de su Dios y de su Paraíso, de su honra y de
               sus abuelos, para conseguir encenderlo otra vez? Al pueblo, quizá sí; a éstos les dije:
                     —Estamos en un lugar donde la gloria del  Islam resplandeció como el ornato  más
               brillante del mundo.
                     Leed los versos de vuestro alrededor.  Los sultanes de  mi dinastía construyeron y
               decoraron los muros que nos acogen para que entre ellos se desplegase el orgullo de
               nuestra religión, la sabiduría de nuestro pueblo y la gracilidad de nuestras artes.  Habéis
               venido desde vuestras casas a este palacio con el que unos hombres que ya no viven, pero
               que es imposible que mueran, nos hicieron el legado de lo mejor que poseían para que
               nosotros lo enriqueciéramos. Granada es mucho más que una ciudad y mucho más que un
               reino: es una forma de haber sido, una forma de estar siendo, una forma de llegar a ser. Y
               hoy, en este mismo sitio, en el corazón de la granada, sólo tenéis ideas pesimistas.
                     Yo sabía que era retórica, que era ruin hojarasca cuanto estaba diciendo; pero nunca
               como cuando se es ajeno a él se dominan los pormenores de un discurso, las  eficaces
               inflexiones de la voz, la emoción simulada. Yo deseaba insultarlos; pretendía demostrarles
               que ya eran incapaces de sostener la patria, de nutrirla y de sentise suyos. Su patria era su
               ambición, y yo no iba a tolerar que le dieran la vuelta al argumento, y justificaran su
               defección con el sacrificado amor a su pueblo y con sus conmiseraciones. Pero ni siquiera
               me admitirían que se lo escupiera a la cara: todos juntos —y estaban todos juntos— podían
               más que yo.
                     Vi que los ojos de Farax, los únicos que sostenían los míos, brillaban llenos de una
               devoción absoluta. Concluí:
                     —¿Estáis conformes con lo que vuestro portavoz ha declarado?
                     Todas las cabezas, como apesadumbradas, se inclinaron aún más.


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