Page 224 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               alas despacio entre la Sabica y el Albayzín. ‘Quizá no me queden tantos atardeceres en la
               Alhambra como para desperdiciar uno en algo presupuesto.’ Mi madre, con una túnica ocre,
               se hallaba a mi derecha. ‘El Chorrut.’
                     El que había comenzado a hablar se llamaba Mohamed Ibn Halimet el Chorrut. Quizá
               fuese cadí; no estaba seguro; no importaba. Con el pulgar derecho me acaricié los dedos de
               la mano izquierda.  Respiré hondo, o suspiré  quizá.  Busqué  con los ojos  a  Farax; estaba
               pendiente de mí.  No cambió de expresión, como si, pese a que nuestras miradas se
               encontraron, no hubiera notado que lo miraba. Consentí que mis ojos lo dejasen. Amainaba
               la luz del patio. En el interior nos envolvía un delicado lubricán: ¿se iba la luz, o, sin irse,
               accedía a compartir el salón con la penumbra, que brotaba desde los rincones?
                     Prendieron los hacheros. La luz del día iba a hacer frente a la del fuego. La primera,
               suave y carnal, ganó al principio; luego se rindió a la  otra, menos uniforme y menos
               cambiante a la vez, a la vez temblorosa y estática. ‘Ya será visible, en el cielo de Dios, sobre
               este cielo del artesonado, encima del centro exacto de la torre,  más alta que todo,
               convergiendo en ella los vericuetos de todas las simetrías, amiga o enemiga según el que la
               mire, ya será visible, orientadora y desdeñosa, la estrella Polar.’
                     —Ellos —el orador persistíaviven  en las mismas condiciones en que podrían vivir
               aunque el cerco durase años. Sus soldados son innumerables. Han levantado como por arte
               de magia la ciudad que vemos desde la nuestra: con muros, con defensas inasequibles, con
               calles rectas y lisas, con hospitales, con establos.  Tienen mercados donde abundan los
               alimentos, las ropas finas y las de abrigo; no carecen de cuanto Granada, en sus mejores
               tiempos, disfrutaba; celebran fiestas y organizan torneos; acuden sus damas a distraerlos y
               animarlos desde las poblaciones más o menos vecinas; están instalados, por tanto, en la
               seguridad y en la esperanza.
                     —Da la impresión de que has estado allí —le interrumpí.
                     Él enrojeció, o pensé yo que enrojecía.
                     —No es necesario ir. Por desdicha, se ve desde nuestras murallas —continuó—. Y,
               además de lo dicho —subrayaba—, tienen en  su poder a  unos cuantos mancebos, hijos
               nuestros, que fueron el precio de tu libertad.  En cambio, nuestro pueblo, famélico y
               desmoralizado, ve cómo sus adversarios se satisfacen  con aguardar, al pie del  árbol, la
               caída del fruto que no  ha de tardar en madurarse.  Igual  que el niño que tiene  un pájaro
               atado de una pata se portan con nosotros.
                     ¿Nos sentiremos libres porque podamos reunirnos hoy aquí? ¿Nos juzgaremos libres
               porque no nos juzguemos aún esclavos; porque se nos permita alzar un poco el vuelo, sólo
               un poco, lo que la cuerda dé de sí, lo que al niño se le antoje?
                     —Pensé en mi hijo, en mis hijos—.
                     Quién sabe si, aburrido un día o  harto, nos  pinchará los ojos  con un alfiler, o  nos
               estrangulará con una sola mano.
                     —Sí, todo eso es posible —murmuré—.  Los niños son  crueles, quizá también los
               pájaros. Todo depende del tamaño de sus enemigos.
                     —No hay  posibilidad  de resistir.  Con los abastecimientos de los  silos y de  los
               almacenes, en cuanto desaparezcan bajo la nieve los caminos, no contamos ni para dos
               meses; para cincuenta días como máximo. Ahora se distribuye harina a los hornos para que
               la gente recoja el pan que quiera; pronto sólo recogerá el pan que pueda dársele.
                     Me distraje otra vez. La luz de un candelabro, en un extremo del salón, incidía sobre
               una sola túnica galoneada en oro, y la hacía vibrar, destelleante y marchita, en la sombra.
               No, no me distraía por despreocupación de lo que exponía el cadí, o quien fuera: es que eso
               lo había oído decir cientos de veces; me lo había repetido yo a mí mismo hace cientos de
               días.
                     El orador, quizá desalentado por mi displicencia, concluyó antes de lo previsible. Sin
               poder evitarlo, aunque nada más contrario a mi deseo, pensé en el camino recorrido para
               llegar aquí;  no en el recorrido por  mi, sino por mis antecesores.  Épocas gloriosas según
               nuestros poetas, victorias que estremecieron de alegría los eslabones de una cadena que, lo
               mismo que un puente, nos condujo vinculados hasta este momento; sonoros triunfos. ‘Sólo
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