Page 219 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               resolución, insoportable en especial para unos hombros como los míos, no hechos a cargas
               semejantes.
                     Fueron estas consideraciones, que se hospedaban despóticamente en mis noches, las
               que pronto me movieron a iniciar contactos imprecisos que facilitasen, llegado el caso y la
               hora, las pertinentes diligencias. Esos contactos constituyeron la segunda vía de que hablé.
                     La impaciencia de Fernando lo hizo precipitarse. Apenas comenzada la construcción
               del segundo campamento, me envió un mensajero, no personalmente a mí, sino a través de
               Abrahén el Caisí. Se llamaba Juan de Bazán. Ya había recibido yo por medio de él hacía
               meses, antes de que se interrumpieran los últimos contactos, varias cartas del rey. En ellas
               —aparte de reiterarme su gran amor y sus  muchos deseos de hacerme mercedes, y
               excusarse por los daños que nos causaba, atribuyéndolos sólo a los escasos deseos de
               servirle que teníamos mi ciudad y yo, y a nuestro afán de alteración y discordia— insistía
               siempre en llevar a cabo lo pactado; pero en ninguna de sus cartas explicaba sus flagrantes
               incumplimientos. En la ocasión de que ahora trato, Juan de Bazán permaneció unos días en
               Granada. Fue alojado en el Albayzín, en una casa por bajo del Castillo del Aceituno, con el
               más riguroso sigilo. Los vigilantes que le puse me informaron de que muchos palaciegos y
               ministros míos —muchos, en relación con los que poseía— acudían de noche y disfrazados
               a entrevistarse con él.  Conociendo ya cómo se las gastaba el rey cristiano, imaginé las
               ofertas que les haría por traicionarme o persuadirme.  Y para darle una lección,  sin duda
               inconsecuente, me negué a recibir la carta. El Caisí, puesto de acuerdo conmigo, la devolvió
               cerrada a su portador; un secretario mío se había esmerado en cerrarla y sellarla de nuevo,
               después de leída por mí. [En ella se me repetían los ofrecimientos de costumbre, quizá algo
               acrecentados si entregaba sin más dilaciones la ciudad; pero no se refería sino a mis
               ventajas personales.  Yo, del mensaje y de la actitud del mensajero, deduje dos
               consecuencias: la primera, la urgencia que, pese a sus baladronadas, tenía el rey de
               resolver cuanto antes el tema de la entrega; la segunda, que trataría de segarme la hierba
               bajo los pies empleando toda clase de ardides.]  Ya antes habíamos tenido alguna
               correspondencia el rey Fernando y yo, a través de personas interpuestas. El marqués de
               Villena se dirigió con insinuadas promesas a algunos nobles de mi corte poco escrupulosos,
               o fáciles de abordar, o destacados por su enemistad hacia mí. Otros nobles cristianos —no
               don Gonzalo Fernández de Córdoba, ni don Martín de Alarcón, mis más allegados— habían
               esgrimido discretas amenazas, sugeridas más que enunciadas, ante los padres de aquellos
               muchachos que permanecían en Córdoba como rehenes. Y el mismo Abrahén el Caisí, so
               capa de sus andanzas comerciales, había llevado algún despacho mío en el que, aparte de
               interesarme por el estado de mi primogénito, abría —o dejaba abierto— algún portillo a unas
               futuras y previsibles conversaciones. (Incluso me trajo una carta de Ahmad desde Moclín;
               tanto alegró a  Moraima aquella carta que el llanto no la  dejó leerla, y se la leí yo.  Le
               remitimos, con el mismo conducto, unas pocas monedas de oro y unas cosillas para que se
               vistiese a nuestro estilo en la pascua. Moraima besaba las telas que rozarían la carne de su
               hijo, y yo miré mucho tiempo el papel, y pensé que mi hijo crecía y ya escribía con gracia las
               letras, y sus frases, tan cortas, me sonaron mejor que nada en este mundo.) Sin embargo,
               de ninguna de estas inconcretas gestiones podía darse cuenta al pueblo, que las hubiese
               malogrado quién sabe si sublevándose o magnificándolas. Su esencia era el secreto, y su
               valor exclusivo el estar hechas con la mano izquierda, de forma que la derecha pudiera
               negarse no sólo a cumplirlas sino a reconocer su existencia.
                     Del mismo modo, de una manera no oficial, el alguacil mayor Aben Comisa y el visir
               de  Granada  El  Maleh  mantenían relaciones difusas —o eso pensaba yo— con la corte
               cristiana,  a alguno de cuyos secretarios conocían ya de las negociaciones  expresas
               anteriores. En el campo cristiano hallaron un fidelísimo espejo de ellos, Hernando de Zafra.
               Él y El Maleh intercambiaban votos de sincera, afectuosa y recíproca amistad, en los que
               sospecho que ninguno de los dos confiaba; pero  Zafra agilizó bastante las gestiones,
               empujando a los míos a plantearme clara y rotundamente los asuntos. Los míos, por lo que
               yo sabía, y según lo que yo les había sugerido, se resistían, balbuceaban, se hacían de
               rogar.  Mis órdenes eran que aplazaran, sin romperlos, los tratos; que aseguraran que mi
               resolución  de no entrar en el negocio era  veraz e inflexible, y que arguyeran, contra
               cualquier apresuramiento de  Zafra, que no osaban arrostrar mi indignación si aludían, ni

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