Page 215 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               mejor, de que no se irían: una demostración a prueba de lluvias y de fuego, de desalientos y
               vacilaciones. La reina lo había dicho:
                     —No quiero ejércitos con los brazos caídos. Mientras se rinden los infieles, haremos
               algo bueno: un cuartel atrincherado como una ciudad, que dure más que nosotros mismos, y
               que haga preguntarse a los que después vengan si es que estábamos locos. Por esta Santa
               Fe subiremos a la Alhambra. ¡A trabajar, soldados! Nuestro Dios no es sólo el Dios de las
               batallas, sino el de los hermosos campamentos con  torres, fosos, muros, puertas  y
               caballerizas. A santiguarse y a trabajar, soldados.
                     Los granadinos y los evacuados de las proximidades, después de ver cómo cavaban
               las primeras zanjas y trazaban con cal el extenso contorno; después de ver clavar los
               estandartes y distribuir las batallas; después  de ver llegar en carros, desde las  alquerías
               destruidas,  los materiales para una duradera construcción, ya no tuvimos dudas.  Aquella
               noche nos  acostamos  pronto: nos fuimos a nuestras  casas en  silencio; cuando dejó de
               divisarse el asiento cristiano, se vaciaron las plazuelas. A pesar de ser mayo, no tenía nadie
               ganas de cantar. El agua de los aljibes y las fuentes corría solitaria, no escuchada por nadie.
               Desde mi alcoba —Farax seguía durmiendo desde la noche anterior—, Moraima y yo oímos
               gorjear un ruiseñor. Pensé que estaba fuera de lugar aquel canto de intrepidez y gloria. A
               punto estuve de mandarlo matar.


                     Contar lo sucedido en los meses que siguieron no es empresa sencilla. Procuraré —
               ahora que me es posible— olvidarme de  mí; procuraré quedarme al margen, aunque al
               margen estuve un poco siempre, o consiguieron que estuviese. Procuraré ser objetivo, y no
               mezclar en el relato mis sentimientos de fracaso y decepción, la inestabilidad, e incluso el
               desequilibrio, que me poseían, y que me empujaron a mudarme, sin razones evidentes y
               con frecuencia, desde la  Alhambra a la alcazaba del  Albayzín, y  viceversa.  Procuraré
               enumerar los hechos de manera ordenada, si es que se puede enumerar con  orden el
               desorden sin falsearlo: para describir los objetos que componen un informe montón, hay que
               extraerlos de uno en uno, individualizarlos, catalogarlos, aunque volvamos luego a
               revolverlos como estaban.
                     Después de mucho reflexionar sobre el episodio más trascendental de mi vida pública
               (aquel en que el destino me había acorralado, y en el que ni siquiera se esperaba de mí otro
               gesto que el de acatar su fallo),  he concluido que a las negociaciones con los reyes
               cristianos se llegó por  tres vías, conducentes las tres a la misma meta, pero no siempre
               paralelas.  A través de  ellas me propongo exponer los hechos con la visión de hoy, más
               completa y más clara que la que entonces tuve. Los cronistas —aún los más afectos, como
               Hernando de  Baeza—  sólo tendrán en cuenta una u otra de las vías, y las tres eran
               simultáneas.
                     La primera fue la situación de la ciudad, más desastrosa cada día, que saltaba a la
               vista, aunque no en todo caso saltasen a la vista sus orígenes o sus agravantes.  La
               segunda vía no fue nada físico, ni perceptible por los ciudadanos granadinos, desdichados
               protagonistas —no agentes, sino pacientesde la primera;  esa segunda vía la recorrieron
               subrepticiamente mis apoderados y los del rey de Castilla. La tercera, invisible no sólo para
               los granadinos sino hasta para mí, fue una tortuosa maraña de infidelidades, subterfugios y
               argucias, con las que  ciertos personajes de ambas cortes —doloroso es reconocer que,
               sobre todo, de la mía— se beneficiaron a costa de mi Reino. Y, finalmente, será innecesario
               insistir en que la realidad es siempre más compleja que el relato de la realidad; como aquel
               informe montón de objetos a que me refería es más complejo que la suma o la enumeración
               de todos los objetos. Porque estas tres vías de que hablo no eran independientes entre sí, ni
               siquiera estaban trazadas con nitidez; según la conveniencia de quienes las utilizaban, ellas
               se enfrentaban o coincidían, se entrecruzaban o se superponían.
                     Eran los cambiantes intereses de las personas y los pormenores acumulados del
               ambiente general los que las dibujaron y rigieron.
                     A partir del mes de junio Granada fue una ciudad que había perdido la cabeza, y no
               aludo solamente a mí, que continuaba siendo su cabeza más nominal que efectiva.
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