Page 210 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               por el fuego del poniente; pero  cantaba y bailaba  sobrecogido ante la destrucción del
               campamento que, hasta esa tarde, lo había  amedrentado, el campamento indomable y
               populoso. ‘Si Dios está de nuestra parte —pensé—, continuará estándolo.’
                     —Tiene razón Abdalbar —dije—, ¿qué ganaríamos?
                     —¿Es que no quedan hombres en Granada? —gritó mi madre enfurecida.
                     —Sí quedan —repuse con tristeza—. Quedan ciento cincuenta caballeros. No sé si se
               improvisa una batalla, pero un ejército no puede improvisarse.

                     Me retiré al palacio.  Tranquilicé a  Moraima, a la que el resplandor del fuego
               embellecía.
                     La convencí para que volviera a sus habitaciones. Me invadió un gran agotamiento.
               Caí en el sueño lo mismo que una piedra.
                     No amanecía aún cuando me despertó Farax.
                     —Se reorganizan los cristianos, Boabdil —me llamó por mi nombre.
                     —¿Se ha extinguido el incendio?
                     —Sí. Ya ha devorado cuanto había que devorar. Pero el ejército se reagrupa en orden
               de combate.
                     Salté de la cama. Era cierto.
                     Así me lo confirmó un espía  que llegaba jadeante.  Fernando había resuelto
               provocarnos en una escaramuza, para evitar el desaliento de sus tropas. Su proyecto era
               apartarnos de las murallas cuanto pudiesen, y hacernos frente entonces, no para herirnos ni
               matarnos, sino para entrarse por  la puertas de la  ciudad, aunque fuese revueltos con
               nosotros, muriese quien muriese. Abul Kasim era el nombre del espía, no sé por qué me
               acuerdo: como el de mi visir y el de mi alguacil mayor. Resbalaba ya la luz por la Sierra
               Solera. Una luz cenicienta, que nos dejaba ver el inmenso campo también ceniciento en que
               Santa  Fe se había transformado.  Aún brotaban bocanadas de humo; el olor a la carne
               quemada no es opuesto al acre olor de las batallas. Súbitamente supe con claridad lo que
               tenía que hacer, lo que iba a hacer.
                     —No sé si  es imposible o no improvisar una  batalla,  Farax;  pero  lo vamos a saber
               antes del mediodía. Cuando termine de amanecer, saldremos por la Puerta de Elvira. Que
               llamen a mi gente.
                     ¡A rebato! La ventaja de tener un ejército tan chico es que se junta pronto. Ahora sí
               que ha llegado el final.

                     Farax fue a encontrame en los baños de mi  casa cuando acabó de transmitir mis
               órdenes.  Se desnudó despacio.  Yo me hallaba en la  sala  de la estufa.  Entró inocente y
               fuerte, enjuto y aplomado. Al acercarse, las luces coloreadas de la claraboya le manchaban
               el cuerpo de verde, de rojo, de azul. No apartaba sus ojos de mí, como imantados por los
               míos. Yo recorrí con la mirada su hermoso cuerpo.
                     Luego, ya, con la mano. Nos amamos furiosamente en la sala de reposo. Nunca he
               hecho con tan devastadora fruición, con tal ferocidad, los gestos del amo. Parecía que los
               estábamos haciendo ambos por primera vez. ¿O era que los hacíamos por última?

                     Nos ungieron los masajistas con  el estricto rigor que  suelen antes  de un peligro.
               Después pedí ropas  limpias para  Farax y para mí, y mandé que llevaran mis armas al
               palacio de mi madre y que convocaran allí a las mujeres: no era la primera vez que nos
               despedíamos mientras me armaba.
                     La mañana se anunciaba radiante y cálida. ‘El sol espejeará pronto en esta alberca’,
               pensé. Mi intención era quitarle importancia a palabras y gestos. Con el almófar en la mano,
               antes de encasquetármelo, imaginé el calor que no tardaría en darme. ‘Pero no durará.’
                     Con tono indiferente dije:



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