Page 208 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Nada ocurrió en esos seis meses que merezca una especial mención; o sea, fueron
               meses venturosos. Ni el amor de Moraima alcanzó los excesos de Porcuna, ni la salud del
               pequeño  Yusuf nos  inquietó.  Sólo en inevitables circunstancias,  cuando la realidad nos
               agredía con sus rejones, escuchaba el suspiro de  Moraima; sin  que me dijera nada,
               entendía que echaba de menos la mirada y la risa de Ahmad. Que nuestro primogénito se
               hallara en poder de quienes nos amagaban el pan y el agua y el aire, era una desgracia
               demasiado ostensible.
                     Sin embargo, repito que a todo, hasta a la ausencia de lo que más ama, el hombre se
               habitúa. Una prueba viva me la daba Farax: se recuperaba de su desconsuelo; recogía la
               vida como un trofeo de su juventud; se recreaba con los entrenamientos; se resarcía con mi
               amistad y con su entrega a mí. La primera vez que le oí reír a carcajadas fue un día de
               diciembre en que, al salir de la sala del  Consejo,  Aben  Comisa, que bajaba un escalón
               mientras hablaba con El Caisí que iba tras él, se pisó la falda, llegó trastabillando hasta la
               fuente del patio, y allí se cayó cuan largo era.  Farax se quedó colgado de su carcajada,
               sorprendido él mismo, mirándome con azoramiento.
                     —Enhorabuena —le dije—. No te has olvidado de reír.
                     Él intentó recomponer su cara  de  tristeza, pero algo esencial había cambiado.  Una
               tarde me confesó:
                     —Tú eres mi rey en todos los sentidos. Junto a ti he recuperado con creces cuanto me
               había sido arrancado. Te pertenezco, señor.
                     —Hay un sentido en el que no me gustaría ser tu rey: justamente en el que lo soy para
               los otros.
                     Pensé en Jalib, y una leve niebla enturbió la mañana. No tardó en disiparse.


                     Llegó la primavera, y su dulzura agotó nuestra posibilidad de seguir engañándonos.
               Donde estuvieran, los granadinos se quedaban inmóviles de pronto, mirando el horizonte.
               Subían a los miradores, se asomaban a las murallas y oteaban por si veían acercarse una
               polvareda, o afinaban el oído por si escuchaban aquello que temían.
                     Para un pueblo que aguarda a su enemigo, la primavera es la estación mortal.
                     Fue el 22 de abril. A la sazón de verdear los trigos, desde Alcalá la Real Fernando
               entró en la Vega. Después de estragar la tierra y de asolar las alquerías, marchó al valle de
               Lecrín, que relucía lo mismo que un espejo feliz, y destruyó, mató o cautivó a cuanto había
               vivo en él. Cuando lo vimos regresar a la Vega, sin ponernos de acuerdo, todos supimos
               que era para quedarse. En la alquería del Gozco asentó sus reales. Traía una armada no
               menor de 40 mil peones y de 10 mil caballeros, bien provista de lo preciso para asegurar un
               triunfo rápido. Su aparición enmudeció a Granada.
                     Allí estaba, delante de nosotros  —como un testigo de  nuestra debilidad, como un
               reproche por nuestros errores, como un emisario que  aún no ha decidido exponer su
               mensaje—, aquel  campamento  que llenaba los  campos.  Los pabellones  de distintos
               tamaños y colores, las tiendas, las cabañas, los grandes establos, los grandes almacenes,
               los estandartes, las banderas: una ciudad construida sólo para vencer, para aguardar sin
               prisas.  Porque el modo más eficaz de conquistar una ciudad amurallada es cercarla por
               hambre. Ya estaban arrasados los alrededores, desbaratadas las cosechas, desecados los
               pozos, trizadas las acequias; bastaba incomunicar las  puertas de  Granada, cortar los
               caminos que descendían de las Alpujarras, interceptar a quienes pudieran tendernos una
               ayuda. Sin prisas; para esperar se había instalado aquella ciudad de lonas y enramadas:
               una ciudad a la que se bautizó con el potente nombre de Santa Fe para darle con él un
               mayor cimiento y compromiso. En ella, por las noches, que en la Granada de otro tiempo
               sólo invitaban a la pereza y al amor, por las noches embalsamadas, desde los terrados
               veían los granadinos millares de hogueras encenderse. Y oían, o creían oír, las risotadas de
               la soldadesca, los cánticos con que rememoraban sus tierras, las danzas y las músicas. Y
               oían, o creían oír, aquella otra música más delicada y cortesana de las recepciones regias,
               cuyo ceremonial se mantenía allí igual que en los palacios, para imbuir en todos la seriedad

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