Page 203 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     La divisamos al atardecer.
                     Entramos en ella en las primeras  horas de la noche.  Había un silencio de ciudad
               abandonada. Contra las piedras se dejaban oír los cascos de cada caballo. Impresionaban
               las puertas atrancadas, las cortinas corridas, los miradores vacíos, las azoteas sin
               espectadores, las calles solitarias.  La ciudad, desentendida de sus soldados, se había
               vuelto sobre sí misma. Era la opuesta a la ciudad ferviente que nos recibió después de la
               victoria de  Lecrín.  Mis hombres, cabizbajos  y sin fuerzas, fueron  apeándose  de sus
               monturas, y no encontraban manos amigas o enamoradas que los ayudasen. Aún hecho a
               los cambios de humor de mis vasallos, me pareció injusta esa acogida después de un mes
               terrible de interrumpidos sueños al raso, de  riesgos, de tormentos, de privaciones y de
               angustias. Era la última semana de agosto. Los grillos y las flores revestían la noche en los
               jardines. Entré en la Alhambra como quien entra en el olvido.


                     En las últimas expediciones había trabado  amistad con un joven arráez.  Era un
               refugiado de  Baza que contaba muy poco  más de veinte años.  Le llamábamos  Farax el
               Bastí. Nuestra amistad surgió, como el amor a veces, de un modo repentino. Al pie de la
               torre de la Guardia, en Alhendín, me había empujado con violencia, tirándome al suelo y
               cayendo sobre mí. Pensé en un atentado hasta que vi caer, en el preciso lugar que antes
               ocupaba, la gruesa piedra que me estaba dirigida. Le di las gracias y continuamos la lucha
               juntos; desde ese momento no se apartó de mí.
                     Crecía nuestra amistad y daba frutos continuos de desvelo y cuidados.
                     Él —me fue contando con timidez y no sin reticencias— tenía que haberse casado con
               una muchacha de holgada posición. Por un torvo azar del destino, en la pérdida de Málaga,
               donde ella se encontraba visitando a su familia, fue hecha esclava. De la muchacha, que se
               llamaba  Widad, que quiere decir  “cariño”, no se había  sabido ni una palabra  más.  No
               valieron pesquisas ni influencias; no valieron intentos de rescate ni indagaciones; su Widad,
               su cariño,  había desaparecido del todo y para siempre.  En el corazón de  Farax se
               levantaron dos sentimientos contradictorios: uno, activo, de aborrecimiento hacia los infieles
               que habían destruido el objeto de su amor; otro, pasivo,  de un dolor que le cuajaba de
               lágrimas los ojos apenas salía del combate. Fue este segundo sentimiento, más aún que el
               primero —que lo empujaba siempre a los lugares de más recio peligro—, el que despertó mi
               curiosidad.  La tristeza  de  Farax me recordaba otras tristezas, a cuyo sinvivir yo había
               sobrevivido. En las prolongadas noches de la guerra, en las que el sueño es sustituido por la
               alarma, y el peligro aligera la coraza de suspicacia que aisla a unos hombres de otros, Farax
               y yo habíamos intercambiado pareceres y opinado sobre asuntos no siempre referidos a los
               desastres o a las victorias.
                     Nos habíamos descubierto fraternalmente afines.  Él era un joven esbelto y de tez
               clara, cuya sonrisa,  cuando por  distracción  de su dolor aparecía en sus labios, no era
               distinta de la vital y luminosa de mi hermano Yusuf. Muy despacito, de manera insensible,
               me fui adentrando en él, y él en mí.
                     Cuando nos dimos cuenta, hacía semanas  que él no se separaba de mi  mano
               derecha; no por nombramiento ninguno, sino de hecho, se había convertido en mi arráez de
               órdenes, con el que consultaba el cariz del combate, y que transmitía las decisiones que él
               mismo me ayudaba a tomar. Ignoro —tampoco me lo había preguntado— si mi insistencia
               en que permaneciera sin apartarse de mi lado se debía a su utilidad, o a mi afán de impedir
               que arriesgara su vida en la primera fila.  Porque su principal empeño parecía, más que
               vengarse de los cristianos, morir a manos suyas.
                     Hasta esa noche del  regreso no habíamos tenido ningún contacto fuera de los
               combates. Ya en Granada, él iba a su cuartel y yo al palacio. Pero tanta amargura provocó
               en mí el desapego de los granadinos, que invité a Farax a una fiesta en mi casa. Era como
               si tirase de mí, repentina y ávidamente, la vida, después de un roce con la muerte y sus
               helados hálitos.  Celebramos la fiesta los dos solos.  Desde el baño, que tomamos juntos,
               hasta muy entrada la mañana, charlamos y bebimos. Escuchamos a dos hermanas cantoras
               de Alcalá, cuya alegre picardía nos alegraba; nos pareció mentira que aún hubiese en el
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