Page 198 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Yo me censuraba y me reconvenía; porque no era el momento oportuno, ni lo que mi
               pueblo me exigía, ni lo que me exigía yo.  Pero, en medio de estas contradicciones,
               naufragaba. Hasta mis paseos por la Alhambra se ensombrecían.
                     La Alhambra es como un cuerpo.
                     igual que todos, tiene su música y su aroma que, con el clima y con las horas,
               cambian. En ella hay —y nunca lo había percibido como entonces— la perenne palpitación
               que es señal de vida.  Con el parpadeo de un par de mariposas, la luz y el agua se
               persiguen. Las incesantes atarjeas, dentro de las paredes, como venas de barro, reparten
               su rumorosa y limpia sangre, y las arterias en las acequias. En la aparente quietud todo es
               movilidad.
                     El agua, por doquiera, entona su canto que subraya el cristalino sonido de lo visible.
               Los muros, con sus versos reiterados hasta el infinito,  jamás callan.  Los estucos y los
               artesones,  coloreados  para dar la impresión  de ligereza, contagian su vibración a los
               paramentos y a las techumbres de marfil y de cedro. Las cristaleras de colores, al incidir
               sobre los colores de los muros, los agitan aún más. El mutátil resplandor de día, y de noche
               las mechas temblorosas, provocan inquietas sombras que conmueven de arriba abajo los
               palacios. En el Cuarto de los Leones los dobles atauriques, con un vano por medio donde
               anidan los pájaros, tiritan de vida, y a su través se escucha el fragor de las aguas como en
               el seno de las caracolas. Todo allí es traslúcido, minucioso y significativo a la manera de un
               tatuaje beduino... Desde los altos artesonados profundos, casi sumidos en la oscuridad, del
               Salón de Comares he escuchado a menudo el nombre de las constelaciones. Y los he visto
               dudar, estremecerse, balbucir arriba cuando la luz trepa, escurriéndose por los arabescos,
               hasta ellos, y los lame y los hace gozar un instante... Qué confusas las vislumbres de la
               realidad que nos ofrece la Alhambra. ¿Dios es la luz en ella? La luz acaso es Dios. ‘Pero
               aquí está la vida’, me decía. Todos los moradores de la Alhambra, cualquiera que sea la
               época en que vivieron, en que vivimos, hemos compartido la convicción de que habíamos
               cesado; era cuestión de tiempo.  Por eso sus constructores eligieron no tener que elegir
               entre la verdad y la ilusión. Laten las murallas, contempladas desde abajo, rezumando por
               sus huecos un vacilante resplandor, y, por si fuera poco, al dibujarse en el temblor de las
               albercas o en la rizada serenidad de los estanques, le dan más vida al sueño que a la vigilia.
               Los grandes y variados intradoses, cuando se contemplan en el agua, se ven como hay que
               verlos: de arriba abajo, no al revés. Quizá ahí resida el secreto de esta ciudad corporal y
               sumergida, llamada a desaparecer  desde antes de existir, como el amor.  Como el  amor,
               algo delicado y efímero donde jamás se sabe qué escoger: si la frágil materia o su remedo.
               ¿Cuál es la torre real: la que construyó el hombre, o su imagen que se hunde dentro del
               aljibe? ¿Qué perdurará más: la materia, o su representación? ¿Qué es lo que nos sostiene:
               el sentimiento, o el presentimiento?  O quizá su recuerdo...  Porque, en mi vida  y en la
               Alhambra, lo real se ha hallado siempre más distante que el reflejo de lo real.
                     La vida y el amor son sólo acaso  el agua que espejea, la luz que tiembla; y ese
               espejeo y ese temblor son menos inasibles que lo que está al alcance de la mano...

                     Así me despedía, en aquel mes de abril, de cuanto había amado.
                     Quizá también de cuanto podía amar.  Y, a mi  pesar, releía, sentado en un ajimez,
               frente a la  colina del  Albayzín, como antes de que todo  empezara a enlutarse,  ardientes
               versos de Yalal al Din Rumi:

                     “El consejo de cualquiera no es  provechoso para los amantes; no es el amor un
               torrente que cualquier mano pueda detener...

                     Los reyes menospreciarían su monarquía si oliesen una vaharada de los vinos que los
               amantes beben en la asamblea de su corazón.

                     Helada está la vida que transcurre sin este dulce espíritu; podrida está la almendra
               que no se funde y no se pierde en este almendrado misterioso...”
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