Page 200 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Moraima no había sido. Y ellos no parecían haberse enterado de que yo era el sultán.
               Sus cuerpos eran como algo que su alma hubiere olvidado hacía  ya tiempo, pero eran
               también alma: no sé cómo decirlo.
                     No hablaban; se quedaban mirando al frente y sonriendo —el tiempo no contaba—, y
               crecía en torno suyo como una diáfana campana de imperturbabilidad, que a su  vez los
               aislaba y los aproximaba. Un mediodía, a la sombra de un árbol, bordoneaba una mosca; su
               vuelo sonoro me distraía de la sonrisa de los hombres aquellos. Y, de pronto, vi cómo la
               mosca se posaba en el aire. No, no en el aire, sino en el limpio cristal de la campana de que
               hablo.  Y allí permaneció, con sus patas apoyadas a un palmo de  cualquier superficie,
               tranquila y satisfecha al sol de mayo.
                     Aquellos hombres, ausentes y tan vivos, siguieron sonriendo.  Me vinieron a las
               mientes las frases de al Arabí, el mayor de los maestros, el divino sufí que cultivaba la virtud
               de la insignificancia:

                     “Me escondí, delante de mi tiempo, a la sombra de sus alas; mi ojo ve el mundo; pero
               el mundo no me ve a mí.

                     Si preguntas a los días mi nombre, te responderán que no lo saben; ni el lugar en que
               me encuentro conoce en dónde estoy.”

                     Un día no los ví. Pensé:
                     ’Quizá nunca estuvieron.’ Luego supe que los había expulsado Aben Comisa. O acaso
               no expulsado, sino que les había indicado de  nuevo con un gesto el camino a la  Sierra.
               Habría bastado para ellos: el aire los llevaba. Los sustituyó por un fanático penitente, que no
               cesaba jamás de hablar en alto de Dios y sus mensajes.
                     Era un santón famoso, al que mi padre, en su primera época, de cuando en cuando
               consultaba.
                     —Aunque  no te importe la luz —me decía—, la luz existe.  Aquél a quien le es
               indiferente morir es el que trae la vida. Te estás resistiendo a cumplir lo que debes, pero a la
               vuelta de la esquina está la hora en que todo se romperá a tu alrededor: vas a verlo caer por
               tus costados como una túnica que ya usaste demasiado tiempo... ¡Adelante! —gritaba—.
               Sal fuera de las murallas. No te resguardes dentro de ti, ni dentro de ellas. No te protejas
               más. Si te recoges la orla de tu falda para que no te la moje el agua, más de mil veces has
               de hundirte en el mar. Ya es el momento de que pruebes tu propia medicina. El remedio no
               te vendrá de fuera. Ve a buscarlo. Adelante. Ni siquiera es preciso que despiertes. Sal ya.
               ¡Adelante!

                     No creo que fuese por la influencia de nadie, sino porque acepté poco a poco dentro
               de mí lo que se me imponía. Lo acepté como quien lleva la carga que tiene que llevar hasta
               el sitio que puede, sin preguntarse más; entre otras razones, porque es incapaz de librarse
               de ella, o quizá por esa razón sola. Y comprendí por fin, sin que mi mente lo comprendiera,
               que luchar contra la imposibilidad no es ni vano ni inútil. Sé que no he explicado lo que pasó
               por mí en aquel mes de abril y principios de mayo; pero también sé que quien se encuentre
               en circunstancias semejantes lo entenderá, incluso no necesitará que nadie se lo explique; y
               quien no, no lo entenderá nunca.
                     Cuando empecé a resurgir de mi marasmo, una gozosa espuela me impulsó a escapar
               de él. “El Zagal” me había arrebatado Andarax, y me mandó un mensajero: ‘Dile al sultán mi
               sobrino que Andarax, gracias a él (él te comprenderá), va a estar más seguro en mis manos
               que en las suyas. Él tiene victorias más refulgentes que ganar.’
                     Aquel mismo día llamé al arma a mi reducido ejército. En busca de un camino al mar,
               galopé hacia Adra y, con una escasa ayuda de voluntarios africanos, la tomé.
                     ¿Qué importaba que unas semanas después volviera al poder de los cristianos? Yo ya
               estaba otra vez a caballo, que era donde debía.

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