Page 195 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               conmigo a través de representantes furtivos, a conspirar entre ellos, a ponerse
               sigilosamente en armas, y a asaltar sus fortalezas y castillos aprovechando cualquier
               descuido de los conquistadores.

                     Mis tres embajadores regresaron de Córdoba con un ultimátum de Fernando; no se
               había dejado convencer. A mí me otorgaba el concertado señorío ducal contra la inmediata
               rendición de Granada: eso era todo. De lo contrario, actuaría por las bravas; anularía las
               estipulaciones favorables, y aplicaría con el máximo rigor las cruelísimas leyes de la guerra;
               yo mismo quedaría como esclavo a su merced. ‘El que avisa —acababa— no es traidor.’
                     Casi a la  vez, llegaron a  Granada los primeros ecos de mi invitación a los
               levantamientos.
                     Eran más  entusiastas de lo que había imaginado.  Necesitaba tiempo, tiempo,
               tiempo..., aparte de todo lo demás. Envié mis apoderados al marqués de Villena, que ejercía
               la capitanía general de la frontera en Alhama, en ausencia de Fernando. El marqués, tal
               como yo esperaba, alegó incompetencia; pero gané unos días.  Volví a enviar a  Aben
               Comisa a la corte de Córdoba con nuevas proposiciones dilatorias; en ellas hacía depender
               la entrega,  ‘que yo deseaba tanto como sus altezas’,  de las circunstancias  del pueblo
               granadino,  que los tanteos me daban como muy adversas.  El recibimiento del rey a mi
               plenipotenciario fue terrible; no lo entretuvo ni una hora. Me lo devolvió con una carta, en la
               que me amenazaba con hacer circular por toda Granada cientos de copias de las cláusulas
               secretas, para que se enteraran todos de quién era su rey y de cómo los había vendido a
               cambio del auxilio contra “el Zagal”.
                     No me pareció oportuno sentirme herido en mi dignidad. Volví a enviarle a El Maleh
               esta vez, indicándole  que era justamente ese alzamiento del pueblo contra mí, y en
               consecuencia contra él, lo que era preciso evitar más que nada en el mundo. Y para tratar
               personalmente de todo, le sugería un encuentro en  Alcalá la  Real, asegurándole que
               llegaríamos a una amistosa compostura. Fernando aceptó; pero conocedor por sus espías
               —¿quiénes,  Dios, quiénes?— de  cuanto yo tramaba, se presentó en  Alcalá —cosa que
               supe yo por mis espías— con una  tropa que ocupó las afueras y el recinto.  Yo, que me
               acercaba a la villa disfrazado de arriero en una recua de El Caisí, creí mejor regresar. Eso
               supuso lo que yo temía; una declaración formal de guerra. Había conseguido un mes de
               tiempo apenas.
                     Ahora mi táctica fue dar la callada por respuesta. Fernando entró, desde Alcalá, por la
               Vega a banderas desplegadas. Sus capitanes disputaban entre sí por el honor de pisar el
               primero la Alhambra. Oíamos las gritas de sus soldados, el alegre galope de sus jinetes y el
               relinchar de sus caballos.  Yo mandé atrancar puertas y  postigos, barrear las entradas,
               clausurar el castillo de Alfacar, que era mi única fuerza extramuros.
                     Prohibí que nadie saliera del recinto cercado, ni se asomase siquiera a las almenas.
               Nadie tenía que disparar, ni responder a las provocaciones. Desde la torre de la alcazaba
               vieja, agachado tras una almena, vi talar campos, destrozar sembrados, destruir molinos,
               incendiar  alquerías, moverse las mesnadas  como una plaga de langostas por la  verde  y
               feraz anchura de la Vega. Los cristianos no dejaron en pie ni un árbol ni una torre; pero no
               tropezaron con ningún andaluz a quien matar, ni a quien perseguir, ni a quien vencer.
                     Granada sólo podía ser rendida por asalto o por sitio.  Para una cosa y otra se
               requerían muchos elementos imposibles de improvisar.
                     Mis antecesores ziríes supieron, al trasladar la capital desde Elvira a Granada, dónde
               ponían su seguridad. Para conquistarnos, los cristianos necesitaban tiempo como yo. Hasta
               la primavera no estarían dispuestos: ésa era mi esperanza.
                     No de salvación, que no la había: mi única esperanza de poder esperar. Y así fue:
               después de demoler algunos fuertes, como el de  Gabia, y de reparar los castillos de
               Alhendín y de la Malahá, tuvieron que volverse. El rey retornó a Córdoba mordiéndose de
               rabia las yemas de los dedos. Yo no me hacía ilusiones: sabía que la suerte estaba echada;
               pero esa mano había sido mía.



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