Page 192 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
lo que no es mío, sino a entregaros lo que hizo vuestro la fortuna. Y creed que, si no me
enflaqueciese la flaqueza que encuentro en los que me debían esforzar, la muerte sería el
único precio que admitiese por defender Purchena, y no el oro que me ofrecéis por venderla.
Recibid esta villa que la suerte hizo vuestra. Sólo os suplico que respetéis a los andaluces
de la ciudad y a los moradores de su valle, y que mandéis que sean conservados en su ley y
en lo suyo, en su religión y en sus costumbres. Y que a mí me deis un seguro para que, con
mis caballeros y mi familia, pueda pasar, vuelta la cara, a África.
No todos los andaluces se portarían como él.
Días antes había partido “el Zagal” a fin de recibir al aragonés, prestarle vasallaje y
ponerle en posesión de cuanto estaba bajo su obediencia. Cumplido el trámite, viajaron
ambos juntos a Guadix, y “el Zagal” entregó la ciudadela en la que se me proclamó por
primera vez sultán y en la que él resolvió dejar de serlo. En un abrir y cerrar de ojos, todo
mudó; ya yo no era el traidor.
En las alcazabas dejó el rey un alcalde cristiano que regiría los pueblos enajenados,
mudéjares ya por obra y gracia de las firmas; a partir de entonces serían, como mucho,
tolerados en su propia tierra. Y, con ánimo de granjearse la voluntad de los arráeces y de los
adalides, encargó a su gente que les guardasen toda clase de atenciones y fuesen con ellos
generosos. Para corresponder, “el Zagal” y los suyos se brindaron a apoyarle en la empresa
más ardientemente deseada por su corazón: la de entrar en Granada. Con razón —ahora
puedo escribirlo sin que se me desgarre el alma— pensaba mi gente, aunque por vergüenza
no me lo dijera, que “el Zagal” había vendido sus dominios por vengarse de mí, y que yo
tampoco tardaría en caer en manos enemigas, a pesar de hallarme en paz con ellas y
durante una tregua confirmada.
Los granos de la granada habían sido, uno a uno, arrancados. Con cuánta melancolía
recordaba los versos que dediqué al “Zagal” durante mi cautiverio:
“Apresúrate, no te detengas, indómito.
Alza tu brazo, valiente, y ve.
Estamos todos suspendidos ante tu voz.
Sigue cumpliendo tu radiante destino de invencible.
Alza tu espada, y convoca y reúne a las gentes dispersas...”
Así terminaba, para desgracia mía, el año 1489, y con él muchas otras cosas.
El siguiente empezó peor aún.
Violando los pactos, Fernando se apoderó de las torres de la Malahá y de Alhendín,
mejoró sus defensas, e instaló en ellas una guarnición con municiones abundantes de boca
y guerra. Por su gran proximidad, serían dos puestos claves cuando amaneciera el nefasto
día de ponernos sitio. Yo me encontraba entre la espada y la pared: mi impopularidad crecía
en Granada a medida que se acercaban a ella los cristianos. Envié a mi hombre de
confianza, el visir El Maleh, para reemprender negociaciones.
Regresó con dos oficiales cristianos que yo ya conocía: Martín de Alarcón, ahora
alcaide de Moclín, y Gonzalo de Córdoba, ahora alcaide de Illora. No olvido los ojos
resbaladizos del primero y los ojos bajos del segundo al exponerme la demanda de sus
reyes: rendición inmediata.
—Don Gonzalo... —insinué.
Él bajo aún más sus ojos. Fue don Martín el que habló:
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