Page 193 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     —Grandes preparativos se están haciendo por toda Andalucía; vos estáis solo aquí. Si
               os retiramos nuestra ayuda, serán vuestros propios súbditos los que acaben con vos: ya don
               Gonzalo ha tenido que libraros de ellos en varias ocasiones.
                     Volví mis ojos a  Hernando de  Baeza, que asistía a la entrevista; también bajó los
               suyos. Los capitanes, sin tener otra cosa que añadir, se despidieron. Me daban dos días
               para comunicarles mi decisión. Sin saber para qué, pedí dos más.

                     Al tercero, volvió de Sevilla Aben Comisa al que, consciente de que andaba por su
               cuenta en tratos con los reyes, había mandado a negociar.
                     —Pon los pies en la tierra,  Boabdil.  De acuerdo, según ellos, con lo  estipulado en
               Córdoba y en Loja, los reyes exigen la entrega de Granada sin dilación ninguna.
                     —No es cierto.  Aquí tengo el  contenido literal de  las  capitulaciones —le respondí
               mostrándoselas.
                     —Lo han previsto también. Por si argüías eso, me participaron que rehusan respetar
               cualquier compromiso anterior que se oponga a sus órdenes de ahora.

                     Antes de que se cumpliese el cuarto día del plazo llamé a los caballeros cristianos.
                     —En virtud de los tratos secretos que existen entre vuestros soberanos y yo, apoyado
               en  mi propia voluntad  y en mis necesidades y en las  necesidades de mi pueblo, he
               determinado entregar la ciudad de Granada y sus alfoces de acuerdo con las capitulaciones
               que firmemos a través de sus compromisarios y los míos. Id a los reyes y decídselo así.
                     Advertí un relámpago en los ojos de Gonzalo de Córdoba, no sé si de desestima, de
               alegría o de pena; en los ojos de Martín de Alarcón no advertí nada; en los de Hernando de
               Baeza, un gran asombro.

                     No había salido aún de  Granada  cuando convoqué a los ministros,  que eran muy
               pocos, a los jefes del ejército, a los alfaquíes, a los nobles y a los síndicos de los gremios y
               trabajos y barrios. Les hablé con voz vibrante:
                     —Al entrar  mi tío, al que llamasteis con motivo “el  Zagal”, en la obediencia  de los
               reyes cristianos, ha hecho infecundos los tratados de paz que yo tenía ajustados. A nosotros
               no nos queda sino someternos, o apelar a las armas. Mi intención no es, como propalan
               sinuosos rumores, dar  al infiel ni la ciudadela de la  Alhambra ni vuestra ciudad.  Os he
               llamado a este  Salón de  Comares, donde en otro tiempo se acogió con arrogancia a los
               embajadores, para que me expreséis vuestro dictamen.
                     Yo sé que muchos de vosotros habéis conspirado contra mí por considerarme vendido
               al oro y a la fuerza de los reyes cristianos —acallé con la mano un murmullo de protesta que
               se iniciaba—; yo sé que soy para vosotros “el Zogoibi” —repetí aún con más rotundidad el
               gesto—; pero quizá hasta ahora no haya tenido la ocasión de manifestarme a vosotros como
               soy. Siempre creí que llegaría a una conformidad con “el Zagal”, que era a quien vosotros
               seguíais y admirabais —repetí el gesto por tercera vez—, aunque menos que yo. No ha sido
               así. “El Zagal” nos ha traicionado a vosotros y a mí —la frase no salió de mi garganta con la
               brillantez requerida—. Ahora, al girar su rueda, la fortuna ha invertido los puestos, y soy yo
               el único sultán con que contáis.  Contestadme: ¿lucharéis junto al “Zogoibi” para proteger
               Granada, o preferís que “el Zogoibi”, respondiendo a su mote, les entregue Granada a los
               cristianos? ¿Me forzaréis a aceptar un destino que me repele y una decisión vuestra que me
               haría sangrar?
                     El salón se llenó de un clamor solo; todos se comprometían a ser conmigo una mano
               para combatir al adversario.  La primera voz que escuché fue la de  Abrahén el  Caisí;
               entrecerrando los ojos, le hice  una seña de  gratitud.  Había advertido que se cruzaban
               muchas miradas pesarosas; pero también advertí que ninguno osaría oponerse a la
               asamblea. Por si acaso, insistí:
                     —¿Lo juráis?
                     Él sí ascendió a la cúpula del salón y descendió desde ella por los muros.

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