Page 194 - El manuscrito Carmesi
P. 194

Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     —Hagamos, pues,  la guerra santa, como nuestros antepasados, mientras  Dios nos
               mantenga.
                     Antes de que se disolviese la asamblea, vinieron a decirme que el pueblo se había
               alzado en las Eras de Abenmordi y pedía a voces la guerra; una comisión suya subía desde
               la Puerta de la Explanada.
                     Sin vacilar, salí a su encuentro rodeado por los notables. Con los brazos en alto, como
               quien promete un anhelado premio, les prometí la guerra.
                     Yo —y acaso todos— estaba seguro de que iba a ser la última de Andalucía. Y, con
               toda la devoción de la que era capaz, supliqué al  Omnipotente morir antes de  que ella
               concluyese.


                     Cuando en una fecha más o menos próxima —pero, en cualquier caso, taxativa— iba
               a dejar de serlo, me sentí sultán. La primera  decisión que adopté fue la de organizar mi
               secretaría. Al tipo de sultán que yo era, por el momento le servirían mejor los secretarios
               que las armas.  Las que había de emplear,  antes que  otra ninguna, era la habilidad, la
               precisión y la oportunidad.  Lo único que podía ganar era tiempo.  Para eso tenía que
               prolongar las negociaciones, a conciencia de adónde me conducirían.
                     Y el tiempo, ¿para qué? Para pedir ayuda a diestra y a siniestra.
                     Los papeles carmesíes de mi cancillería debían inundar las tierras andaluzas y
               cualquier otra donde nuestro Dios fuese adorado. Y todo simultáneamente y a la velocidad
               del rayo. Porque con poco tiempo tenía que ganar mucho. Convoqué al visir El Maleh, al
               alguacil mayor Aben Comisa y a Abrahén el Caisí, que aún mantenía relaciones comerciales
               con los cristianos que me interesaban y con la mayor parte de los musulmanes que iba a
               necesitar. (Quiero aclarar que  El  Caisí era el nombre en  Granada de quien para los
               cristianos se llamaba  Abrahén de  Mora.)  Les comuniqué, por si no lo sabían, aunque
               sospechaba que sí, el contenido de las cláusulas secretas de Córdoba y de Loja.
                     ¿Creía en la fidelidad de Aben Comisa? No, pero me convenía simular que sí: para
               quien se halla en la duda de ser o no leal, la sospecha es el empujón que lo lanza a la
               deslealtad.  Los tres estuvieron de acuerdo conmigo en que era  necesario eludir el
               cumplimiento de los pactos.  Los  nombré embajadores reservados, les entregué cartas
               acreditativas, y los mandé a la corte de Córdoba para que trataran de encontrar una solución
               llevadera.  Eran hombres empedernidos en el regateo y la componenda; en peores
               circunstancias no podían ponerme.
                     Nuestra oposición se fundaba en muchas razones, desechables todas para los reyes;
               pero era preciso insistir, repetirlas, retorcerlas, adornarlas. En primer lugar, aún no había
               expirado la última tregua de dos años. En segundo, con arreglo a la letra de los pactos, no
               había llegado el momento de cumplirlos; en ellos se convenía la  entrega de  Granada
               ‘cuando pudiera ser’, y no podía: las bandas militares, los creyentes granadinos, el pueblo
               encrespado por la exhortación de los santones, al solo anuncio de la rendición me cortarían
               la cabeza,  y así la entrega se frustraría.  Era imprescindible preparar el terreno; eso nos
               llevaría algunos meses. Porque, si bien los reyes podrían entregar Baza y Guadix porque
               eran suyas, yo no podía disponer de Granada, capital y Reino, todo en uno, sin provocar
               una sublevación. No pedía yo tanto como ser desligado del compromiso, sino una prórroga
               que me permitiese cumplirlo de manera pacífica. Éste fue mi mensaje.

                     Entretanto dirigí una proclama a los musulmanes más representativos de los lugares
               rendidos por “el Zagal”. Los fustigaba con sus deberes religiosos; los incitaba a la rebelión y
               a la guerra  santa; los comprometía a sostener con sus vidas y bienes la continuidad del
               Islam en Occidente; les sugería que evocasen las glorias de sus abuelos y el dolor de que
               nosotros, por cobardía, dejáramos perderse, en nuestra hora, tantas otras de esplendor y
               riqueza; y, en fin, les avisaba de lo que iba a sucederles cuando los reyes incumplieran,
               como era  su costumbre, sus compromisos, y ellos se transformaran en incómodos
               huéspedes  dentro de su propia casa.  En consecuencia, los alentaba a resistir,  a tratar

                                                          194

                                        Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/
   189   190   191   192   193   194   195   196   197   198   199