Page 191 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               paciente astucia de Fernando al más pérfido abuso de confianza, había triunfado una vez
               más.

                     Fernando fingió que la ventaja en las condiciones de la capitulación sólo rezaba con
               los habitantes de  Baza, y no con quienes habían acudido en su auxilio desde  Guadix,
               Almería, Almuñécar y las Alpujarras; éstos deberían de ser echados de la ciudad antes de
               firmar los contratos. Tal propuesta fue rechazada y se suspendieron las visitas unos días. Al
               cabo, accedió el rey cristiano, puesto que tal actitud era sólo una maniobra de regateo para
               satisfacer en algo a los sitiados. De las mutuas estipulaciones acordadas, unas se hicieron
               públicas y otras se mantuvieron secretas. Yo he conocido las segundas porque el aragonés
               me envió copia fidedigna de ellas para mi ilustración y como sugerencia.
                     Los cristianos dejaron  ir a  Guadix, con  sus caballos y equipos, a los caballeros y
               peones que componían la guarnición. El 3 de diciembre los alcaides de la ciudad pusieron al
               rey en posesión de la alcazaba, sin que lo percibiera el pueblo. A éste se le dijo que todo
               aquel que quisiera continuar en la plaza gozaría, por el convenio, de paz y seguridad, y que
               quien deseara trasladarse a otro sitio podría  hacerlo con sus armas y haberes.  Muchos
               partieron para Granada; en cuanto a los que se quedaron, por temor a su alzamiento, fueron
               arrojados poco después de la ciudad y obligados a vivir en sus afueras.
                     Se acordó que “el Zagal” entregaría, en un plazo no mayor de dos meses, todas las
               ciudades, villas, lugares, alquerías, castillos y fortalezas de su jurisdicción.
                     Eso —salvo el recinto de Granada, donde yo ejercía una sombra de autoridad bajo el
               vasallaje de Castilla— era cuanto quedaba del Islam andaluz.
                     A cambio,  “el  Zagal” recibía los distritos de  Lecrín,  Andarax y  Lanjarón, con sus
               lugares y sus rentas y los vasallos que los habitaban; la mitad de las salinas de la Malahá, y
               una cantidad equivalente al importe de la otra mitad: veinte mil doblas castellanas.
                     Otras cláusulas eran: que el emir, que había dejado de serlo, podía instalarse con sus
               familiares en cualquier  punto del territorio cristiano; que en sus términos no se  permitiría
               entrar a ningún infiel sin su permiso; que si deseaba vender sus propiedades, los reyes se
               las comprarían en treinta mil doblas; que si quería marchar a África, se le concedería pasaje
               gratis a él y a los suyos, con sus riquezas y sus armas, salvo bocas de fuego; y que, en
               cuanto los reyes cristianos entrasen en  Granada, le devolverían a él  y a sus parientes y
               criados, y a los jefes de su parcialidad, y a Soraya y a sus hijos Cad y Nazar, los bienes que
               yo les había confiscado.  En un codicilo adicional se comprometían los reyes a que tales
               mercedes no fuesen contrariadas ‘por nuestro muy respetado en Cristo Santo Padre, ni por
               los prelados y caballeros, ni por otras personas de cualquier clase y condición que sean’.
               [En lograr ese codicilo tuvo mi tío más suerte que yo, aunque tampoco le sirvió de nada.] A
               Abul Kasim Benegas, a los alcaides de las ciudades reunidas, a los jeques, a los cadíes, a
               los ministros y a los dignatarios se les adjudicaron, según su importancia, propiedades,
               dinero y alhajas.
                     El príncipe Yaya cambió de religión poco después. Su nuevo nombre es don Pedro de
               Granada  Venegas; lo hicieron caballero del hábito de  Santiago y señor de  Marchena de
               Almería; le asignaron más de sesenta mil  doblas en  oro castellano, honores que lo
               acercaban a  los  Grandes de  España, incalculables privilegios y derecho a mandar ciento
               cuarenta lanzas pagadas por Castilla. En su escudo grabó un mote: ‘“Servire Deo reinare
               est”’, alusivo a sus aspiraciones al trono nazarí.  Y para congraciarse con los reyes
               cristianos,  que le miraban con la reserva que se merecen los felones, se  dispuso  a
               ayudarles a que lo conquistaran.

                     El rey Fernando se dirigió a Almería. En el trayecto no encontró castillo ni aldea que
               no se le sometiera.  Las guarniciones castellanas ocupaban las plazas a medida que sus
               alcaides las abandonaban después del pago convenido.
                     Sólo uno se negó.
                     —Yo, señores —dijo a los reyes—, soy andaluz, de linaje de andaluces y alcaide de
               Purchena. En ella me pusieron para que la guardara. Vengo aquí ante vosotros no a vender

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