Page 188 - El manuscrito Carmesi
P. 188

Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Su historial de guerra sólo era comparable a su éxito en la paz con las mujeres. Tenía
               el cabello  muy rubio,  ojos celestes y avizores, nariz prominente, pómulos marcados  y
               rojizos, barba puntiaguda y boca reidora.  De estatura elevada, era su porte marcial y
               dominador.
                     Cualquiera que lo tuviese de aliado, gozaba de una buena pieza a su favor; quien lo
               tuviese en contra, de un mortal enemigo. “El Zagal” conocía lo bueno y lo malo de nuestro
               pariente.  En su opinión, equivocada, pesó más lo primero.  Consideró que el odio contra
               Fernando, provocado por el desvanecimiento de sus designios, y lo crítico de la situación
               para todo el Islam, eran argumentos que su cuñado no desecharía.
                     Mandó, pues, al príncipe Yaya a Baza; la fortaleció con la guarnición más aguerrida
               que tuvo nunca una  plaza andaluza, procedente de  Almería, de  Almuñécar y de las
               Alpujarras, y la pertrechó con las mejores máquinas de guerra que empleábamos.

                     La reina Isabel, en el otro bando, exprimió aún más a sus vasallos: impuso pechos
               nuevos a los pueblos del Sur, que se le resistían, y se ayudó con los de Castilla, donde se
               murmuraba que era preferible que la reina tomara de una vez sus haciendas y cumpliese
               por ellos. Exigió subsidios de las iglesias y de la clerecía, de las hermandades, del fisco, y
               hasta de los herejes y judíos, porque todo era menester para los gastos que se avecinaban.
               Y reunió un ejército de no menos de 13 mil jinetes y de 40 mil peones, a más de los que
               viajaban allegados a él para auxiliarlo.  A su  cabeza, los más esforzados varones de la
               frontera, los laureados y los traídos en romances y en trovas: el de Cádiz, caudillo principal,
               los triunfadores de  Málaga y de  Ronda, el que defendió  Alhama con una decoración de
               lienzos pintados para simular defensas de que carecía, el conde de  Cabra y su sobrino,
               Hernando del Pulgar, mi carcelero Martín de Alarcón, que participaría en un hecho más real
               que el de Estepa, y Gonzalo de Córdoba también.
                     No contento con esto, el rey  Fernando solicitó mi ayuda, como vasallo suyo, en
               hombres y dinero.
                     —No dispongo de oro —le contesté—, sino muy al contrario: he de recibirlo hasta para
               los más menudos gastos de mi menuda corte.
                     Una tarde bajé con mi esposa Moraima a las salas donde vi, de adolescente, el tesoro
               de los nazaríes; sólo  quedan las salas, unas cuantas  arañas por los rincones, y algún
               murciélago. Mientras me tuvisteis en prisión, los sucesivos ocupantes de la Alhambra, para
               costear descubiertos y guerras, han consumido cuanto vi. Hasta tal extremo que, cada vez
               que he pedido vuestro  auxilio para restablecer el orden en  Granada,  os lo he tenido que
               pagar con el importe de lo confiscado a los mismos cabecillas de la revuelta que aplacabais.
               Y, en cuanto a hombres, ni un solo granadino combatiría contra sus correligionarios.  Su
               alteza habrá de conformarse, como yo, con estos cincuenta cautivos cristianos que os envío,
               de los muy escasos que quedan ya en Granada.

                     Fue en junio cuando se dirigió hacia Baza el gran ejército.
                     Primero se apoderó de Zújar, así como de las fortalezas y castillos del contorno; luego
               le puso sitio.
                     En la serie inicial de combates llevaron la mejor parte los sitiados, y dieron muerte a
               tantos enemigos que  éstos flaqueaban sin poder defenderse más  que con parapetos y
               trincheras. Desesperados de adueñarse de la plaza por asalto, retejaron sus estancias lejos
               de los muros, y aun dudaron si levantar el cerco y dejarlo para más propicia ocasión. En
               esto, los de Baza entraban y salían sin ser hostilizados, y así se mantuvieron julio y agosto:
               con el enemigo acampado a distancia, impidiendo la aproximación de su artillería y de sus
               máquinas, y rechazando con facilidad sus embestidas.
                     En septiembre, la reina —que era utilizada  a tal fin con frecuencia— visitó el
               campamento y afeó a la tropa su poquedad. Animados por ella, los cristianos estrecharon el
               cerco.  Con  una muralla de madera y una gran foso, guarnecidos ambos por guardias y
               peones, estorbaron la salida de los sitiados y la entrada de quienes acudían con socorros.
               No obstante haber acercado a la ciudad sus ingenios de batir, seguían saliendo los de Baza


                                                          188
                                        Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/
   183   184   185   186   187   188   189   190   191   192   193