Page 185 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
mi mandato; organizó un levantamiento contra “el Zegrí” entre los desmoralizados después
de tres meses y medio de penalidades, y rindió la ciudad.
El día 18 de agosto de 1487, en el mes de Rayá, en medio del calor, entró por las
puertas de Málaga el comendador de León —el mismo que luego entró, el primero también,
por las de la Alhambra— a la cabeza de su caballería. El 19, muertos sus defensores,
Gibralfaro cayó. Al “Zegrí”, encadenado —sea para él la gloria—, se le mandó a una
miserable mazmorra de Carmona. Sus últimas palabras al despedirse de su tierra fueron:
—Yo juré defender mi patria, mi ley y el honor de quien en mí confiaba. Me han faltado
ayudadores que me ayudaran a morir peleando. No es culpa mía seguir vivo.
En Málaga habían muerto 20 mil andaluces; los cerca de 15 mil restantes fueron
vendidos por los reyes cristianos en cincuenta y seis millones de maravedíes. La ciudad se
usó como escarmiento de las que quedaban por conquistar; en ella incumplió Fernando su
última y su penúltima palabras. Se apoderó de todas las haciendas, y llamó a su trinchante y
capitán Alonso Yáñez Fajardo para que se hiciese cargo de las casas en que deberían
recogerse todas las mujeres jóvenes del partido. [A él se le había concedido en exclusiva
cuantas casas de lenocinio se instalaran en todo el Reino granadino, con lo que amasó una
enorme fortuna: en tales logrerías termina la espada de los bravos.] Con ello, la ciudad que
había sido opulenta y feliz, la ciudad que luego había sido heroica se transformó en ciudad
de prostitución y esclavitud; sin excepción, todos sus moradores, hasta los niños, fueron
reducidos a ellas.
Tan grande fue su infortunio como había sido su intrepidez. Por Málaga se estrujaron
todos los corazones, se apenaron todas las almas y se derramó inacabable llanto. A
ninguna villa ni lugar de su algarbía les quedó deseo de resistir; pero sus habitantes en vano
clamaron después por la paz pactada: fueron hechos esclavos y sometidos a obediencia sin
combate, ni cerco ni fatiga. Yo sufrí como en carne propia sus padecimientos, y me
encontré, como ellos me encontraban, responsable de la tragedia.
Porque lo sucedido en Málaga, al defraudar las promesas a mí hechas y por mí
transmitidas, movió a muchos musulmanes a sublevarse en mi contra y a reclamar el mando
del “Zagal”. Los granadinos volvieron a las andadas, el Albayzín dudó, y sólo los refuerzos
de Gonzalo de Córdoba me permitieron mantener mi cabeza y mi poder. Así y todo, la
ayuda de Fernando no fue graciosamente concedida: hube de comprometerme a entregar
Granada treinta días después de que se conquistase la parte del Reino que “el Zagal”
mantenía. Con esto me vi de nuevo en la encrucijada de desear que mi tío resistiese lo más
posible, y de prepararme para luchar cuando él dejase de hacerlo.
A espaldas de todos, le mandé una embajada que le expusiera mi criterio; me tildó de
embustero y de felón, y no se dignó atenderla.
Fernando, por su parte, sospechando, me advirtió de que cualquier intento de
concordia entre “el Zagal” y yo significaría una violación de lo pactado y una confederación
contra Castilla que desencadenaría la guerra sin cuartel.
Durante un almuerzo me quejé de la incomprensiva intransigencia de su rey a Gonzalo
de Córdoba.
—Alteza —me contestó—, ya son idos los tiempos en que los caballeros sostenían su
ideal a la vez y con la misma mano que su espada.
Son idos ya los tiempos en que dos campeones luchaban entre sí por la suerte de los
reinos a que representaban: las guerras son muy distintas hoy, y se ganan tanto más en las
cancillerías que en los campos de batalla. Yo de cancillerías no entiendo, ni me gusta
entender. Y os aseguro que, ya os lo dije en Porcuna, vuestro lugar es el último que
desearía ocupar. Porque, si mi rey es oscuro en sus conductas, bien claro manifiesta el
propósito de acabar a toda costa con vuestro poder. Y además lucha contra quienes
tampoco ofrecen rectitud ni en sus intenciones ni en sus métodos; más que de ser
engañados, podían lamentarse de ser torpes. Los perjudicados por mi rey, alteza, no lo son
por más leales, sino por menos listos.
Días vendrán en que recordéis lo que ahora os digo y me deis la razón; si es
necesario que para dármela, alteza, pase el tiempo.
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