Page 184 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               de 1487.  Traía 12 mil caballeros y 50 mil peones.  Avanzó por las ventas de  Bezmiliana,
               mientras cerraba el puerto una escuadra al mando del catalán  Galcerán de  Requesséns.
               [Tiempo después me remitió con Martín de Alarcón estos antecedentes, con el fin de que
               me aleccionaran.]  Con esas fuerzas habría  bastado para rodear toda la ciudad, pero
               Fernando buscaba un triunfo rápido y sin dudas: temía la tradición de rebeldía y entereza de
               Málaga. Aumentó, por lo tanto, el tren del asedio: desembarcaron de las naves las piezas
               menores; la artillería gruesa se acercó desde Antequera; de Flandes llegaron, despertando
               las soñolientas playas, dos barcos en que el Rey de Romanos [que iba a ser su consuegro]
               enviaba piezas de distintos  calibres, gran cantidad  de pólvora, y experimentados
               lombarderos y artilleros. Allí concurrieron los alemanes Maestro Pedro y Sanceo Manse, y
               Nicolás de Berna, y el portugués Álvaro de Braganza, y muchos fundidores franceses, y un
               sinfín de mercenarios de otros sitios de Europa.
                     El valle del paso estaba vigilado por Gibralfaro de una parte, y de otra por los últimos
               cerros de la sierra del  Norte.  Sin embargo,  a pesar de sus abundantes pérdidas, aquel
               enorme ejército logró  avistar la ciudad y cerrar el cerco por el mar y la tierra.  Los
               malagueños reaccionaron con coraje; se propusieron como blanco de sus tiros la tienda real,
               y Fernando hubo de retirarla detrás de una colina. Los primeros días fueron de prueba para
               los sitiadores; como una argamasa no bien mezclada, se descomponían sus tropas. El rey,
               recurriendo a un procedimiento ya habitual, solicitó la presencia de la reina, que estaba en
               Córdoba.
                     El séquito de Isabel, hábilmente suntuoso, insufló brío a las huestes. Presionado por
               su esposa, el rey, que sólo había empleado hasta entonces artillería menor para conquistar
               la ciudad sin excesivo daño, resolvió utilizar los cañones de calibre más grueso, el estrago y
               la mortandad fueron incontables.  Y el estrechamiento del cerco permitió además a los
               sitiadores afinar su puntería y ocupar uno de los arrabales altos de la ciudad, desde el que
               su capacidad de destrucción se acrecentó.
                     Mi tío mandó de Adra un grupo de voluntarios, que intentó en Vélez una maniobra de
               diversión, y un cuerpo de morabitos, que burló la vigilancia y penetró en la plaza, ayudando
               a hacer nuevas, aunque cada vez más dificultosas, salidas.
                     No fueron de ninguna utilidad. El hambre se agravaba por momentos; se acabó el trigo
               y se sustituyó por la cebada.  Hubo que tomar medidas radicales; todos los alimentos se
               requisaron y se almacenaron; se daban a quienes combatían cuatro onzas de pan por la
               mañana y  dos por la noche; las raciones disminuyeron hasta su inexistencia.  Los
               malagueños entonces devoraron  sus asnos  y acémilas; después, sus caballos; luego,
               perros, gatos, ratones y toda suerte de animales inmundos. Con ello sólo intentaban retrasar
               la muerte.  Recurrieron a los cogollos de palmera cocidos y molidos, a las  cortezas de
               árboles, a las hojas de vid y de parra picadas y aliñadas con aceite. Nada quedaba en la
               ciudad que, aun sin ser comestible, pudiera ser comido.
                     Las enfermedades por desnutrición y envenenamiento cundían; se multiplicaban las
               defunciones y, sin embargo, el pueblo continuó su ciega resistencia. Con esforzado empuje
               y corazón bizarro, quienes no disparaban —hembras, ancianos,  niños— reparaban las
               defensas, preparaban las municiones, secaban el  sudor de los soldados, refrescaban su
               cansancio  hasta que  ellos mismos caían moribundos, extenuados por la debilidad.  Los
               admirables malagueños clamaron por un socorro que nadie les prestó. [Un escuadrón de
               voluntarios que envié en secreto no acertó a entrar en la ciudad.] Mordiéndome los puños,
               veía ensangrentarse los atardeceres de Granada y era sangre malagueña lo que veía.
                     A instancias del rey, el marqués de Cádiz intentó comprar al “Zegrí”. Le ofreció la villa
               de Coín y cuatro mil doblas de oro, y otras mercedes para su lugarteniente y su alcaide y
               sus oficiales.
                     “El  Zegrí” escupió en  el rostro a  los comisionados.  Y como, ante la desesperada
               obstinación, se alargaba el asedio, en el mes de julio  se incorporaron oportunistas y
               aventureros ansiosos de fortuna de toda la Península y de fuera de ella. El ejército cristiano
               llegó a contar con 90 mil hombres y la gloria del “Zegrí” corrió de boca en boca. Pero otro
               era el punto flaco de aquel sitio, y su abyección me ha salpicado a mí. Aben Comisa fue
               requerido al campamento cristiano. Amenazado de muerte si se resistía, hizo caso omiso de


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