Page 206 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Lleno de gratitud le repliqué:
                     —Si todos mis hombres fueran como tú, obedecer a mi estrella sería mucho más fácil.

                     A la reconquista de  Andarax prosiguió la de  Purchena, donde tomé venganza  en
               nombre del altivo jeque que se negó a venderse. Cayó su guarnición prisionera mía y, en
               vista de mi superioridad, tornaron a nuestra religión y acatamiento los habitantes que habían
               renegado.
                     Animada por su ejemplo, la gente de  Fiñana se alzó contra los ocupantes de su
               alcazaba; pero, advertido el alcaide de Guadix, se echó sobre ella de improviso y, ayudado
               por los que descendían espada en mano del castillo, degolló a cuantos moradores pudo,
               cautivó a los supervivientes y se llevó consigo todo lo que encontró.  Alarmados los
               habitantes de las otras aldeas del Cenete, me suplicaron que los auxiliase con soldados y
               con acémilas en que transportar sus ajuares y sus mantenimientos; lo hice así. Terminaba
               septiembre, y aún no habían comenzado a dorarse los bosques.  Ordené la búsqueda de
               caballerías que portaran los cereales de aquella feraz tierra, y dispuse que sus habitantes se
               refugiasen en Granada, meta ya de cuantos se oponían en su intimidad a los infieles. Ante
               la inseguridad de lo que nos aguardara en el  invierno próximo, me congratulé de que la
               cantidad de trigo, de cebada y de mijo fuese tan difícil de acarrear por incontable. En Jerez
               me llegaron noticias de que los cristianos se disponían a invadirnos, y regresé a Granada. El
               mismo día en que cumplí veintiocho años supe que los cristianos, al ver abandonadas las
               alquerías del Cenete, ofrecieron seguro a cuantos retornaran a ellas. Fiados en su palabra,
               muchos lo  hicieron en seguida;  pasada una semana, casi todos.  Sólo unos cuantos
               quedaron en tierra musulmana.  Fue un rumboso regalo  de cumpleaños comprobar qué
               volubles son las promesas y los deseos de los hombres.

                     Hasta la primavera la Providencia fue piadosa. Nos consintió recrearnos en la ficción
               de que constituíamos entre todos un reino reducido; nos adormeció con una quebradiza y
               desmemoriada felicidad, esa felicidad de que a menudo  se disfraza  la interrupción de la
               desdicha. Transcurrían los días —eran los primeros y los últimos en los que yo disfruté de
               una paz relativa— con una gustosa uniformidad.  Administraba justicia, muy  vulnerada
               siempre en épocas de guerra, porque, al ser la guerra el mal y el desorden mayores, parece
               disculpar con su presencia los otros menores; me esforzaba en juzgar los delitos, las
               violaciones, los robos, con gran serenidad, para convencer a mis súbditos de que el orden
               —un orden  que todos sabíamos artificial y efímero— era el supremo bien, y entre  todos
               debíamos precaverlo. Asistía con devoción y puntualidad a las oraciones, que se elevaban
               en mi nombre. Daba, en los palacios, fiestas a los altos dignatarios de la corte, tan exigua
               que todos sus miembros nos conocíamos, incluso demasiado.  Recibía con júbilo, más o
               menos sincero, a quienes venían  a asilarse en  Granada desde  tierras  donde el yugo  del
               vencedor era cada vez más pesado, y los recibía intentando borrar de sus ojos y de sus
               corazones  el zarpazo  de la pérdida.  Después de mi trabajo, descansaba en  Farax y en
               Moraima; cada uno de nosotros procuraba que los otros dos olvidaran lo inolvidable, con la
               buena e inservible intención con que a un  moribundo puede dársele a oler un frasco de
               perfume. Y me distraía confirmar, cada tarde con mayor evidencia, cómo “Hernán”, mi perro,
               después de un tiempo  en que se  había ido familiarizando con mi hijo  Yusuf, lo prefería
               descaradamente a mí, y era correspondido con el mismo descaro. Trataba, pues, de dar a
               todos —y a mí  mismo— la impresión de que nada extraordinario sucedía; de encubrir la
               amenaza que, pendiente de un pelo como la espada de Damocles, se balanceaba sobre
               nuestras cabezas.
                     Lo irremediable estaba sentado a las puertas de nuestras casas; no era preciso verlo.
               Pero el hombre, ya acostumbrado a vivir con la certeza de su propia muerte, es el animal
               más adaptable de la  creación.  El pueblo correspondía  con docilidad a mis mentidos
               desentendimientos; se divertía mirando hacia otro lado; exageraba su preocupación por las
               menudencias que  suelen colmar los días de quienes los  infortunados consideran felices:
               como si alguien lo fuese por entero. Convive el doliente con su dolor, y se familiariza con él
               hasta tal punto que lo echará de menos si desaparece; el que reside en una ciudad de mal

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