Page 213 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     —Te dejo, señor —gritó Farax incontenible.
                     —¡Te mando que te quedes! —le dije a voz en cuello: tanto, que mi voz se oyó por
               encima del encarnizado ruido de los encuentros de abajo.
                     El polvo se espesaba; apenas nos permitía adivinar, pero el coraje de mis hombres
               relucía hasta velado por el polvo. Un solapado orgullo me hizo respirar hondo.
                     —Bravos, bravos —dije volviéndome a Farax—. Pero ya, ¿para qué?
                     Farax, más excitado de lo que puede describirse, no me oyó. Daba golpes al aire con
               su espada, agitaba la cabeza, reía y lloraba a la vez. Era un niño apasionado por un juego al
               que ve jugar a otros más afortunados que él.
                     Se multiplicaban los encuentros parciales.  Mis hombres estaban despilfarrando su
               valor.  Cuatro, diez, veinte cristianos por cada musulmán, aislado  de los suyos.  Y, de
               repente, por ambos lados, desde lejos, vi acercarse dos nubes de polvo. Lo que temí: nos
               envolvían.
                     Las alas de su ejército, ocultas  hasta ahora, traían reservas contra mis hombres
               fatigados. Con otra artimaña, Fernando me vencía de nuevo. Mi corazón, que había latido
               hasta entonces a su compás, sin aceleración ninguna, se arrebató.  Sentí a la vez odio y
               cólera.  Un  odio y una cólera ciegos contra aquellos extraños que en lo único  que nos
               aventajaban era en fuerza: más fuerza que nosotros y más odio y más cólera. Si el deseo
               matara, delante de mí en ese instante habrían muerto todos. Los refuerzos —a la cabeza de
               uno de ellos creí ver a don Gonzalofraccionaban más aún a mi gente.
                     Mis peones retrocedían. No porque se hubiesen puesto de acuerdo, ni por obedecer
               orden alguna: trataban de salvarse simplemente. Miré a Farax. Tenía una mano delante de
               los ojos.
                     —¡Adelante, Farax!
                     Saltó como si le hubiese dado un golpe con la espuela:
                     —Ya era hora.
                     Nos adentramos entre los que luchaban. Me escoltaban sólo unos cuantos negros: los
               que quedaban de la guardia real.  Procuré reunir a los caballeros desperdigados; no lo
               conseguí. La infantería cejaba hacia las murallas. ‘En un combate, hasta el final no se sabe
               quién gana: es todo tan confuso. En tanto dura, sólo pierde quien muere.’
                     Como si me hubiesen escuchado, todos a una, girando ante el empujón del instinto,
               mis peones corrían ya, sin remilgos, dando  esta vez la  espalda no a la muralla, sino al
               enemigo. Mis caballeros, que no tardaron en percibirlo, flaqueaban. Oí las voces de Farax:
                     —¡Abrid las puertas! ¡Que abran las puertas!
                     —¡No! ¡No! —grité; pero supe que las abrirían: él era mi portaórdenes.
                     —O volvemos, o esta noche Granada será suya —me dijo.
                     —¡No! —volví a gritar.
                     Mi guardia había sido separada de mí. Sentí un golpe en el capacete; no dolor, sólo el
               golpe. No sé ni quién me hirió, ni si lo herí al responder. En una batalla no se sabe nada si
               se está dentro de ella. Justifiqué la desobediencia de mis tropas: sólo los avezados y los
               expertos en batallas tienen clara la mente para ver qué conviene. Lo otro es el alboroto, el
               caos, el embrollo. ‘Esto no es una batalla: es una humillación.’
                     —Vamos, señor. Vamos. ¡De prisa! —era Abdalbar, que refrenaba su caballo junto a
               mí.
                     —Ve. Tú ve. Ya voy yo.
                     Unas palomas grises volaban por  el cielo azul, por encima del polvo y la barbarie.
               ‘Tontunas. ¿Qué hacen ahí arriba esas palomas en lugar de los buitres? ¿Qué hacemos
               aquí abajo nosotros?’ Dejé de pensar. Espoleé mi caballo. Me lancé hacia adelante. Junto a
               mí sólo había un par de jinetes de mi guardia y Farax. Me habría gustado tropezarme con
               Gonzalo de Córdoba; que al menos fuera él quien... Pero ya daba igual.
                     Quien fuese. Adelante. Me sorprendí diciendo adiós a voces. Ya no había nadie mío
               cerca de mí.
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