Page 218 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               escuchas  —que eran de vaivén en la mayor parte de  las ocasiones—, los ecos de  las
               desfavorables nuevas que les llegaban desde fuera a los reyes: el incendio de Medina del
               Campo, una de las ciudades más ricas de Castilla y la mejor proveedora por devoción a su
               reina; la muerte del príncipe heredero de Portugal, hacía tan poco casado con la hija mayor
               de los reyes, a la que le abrieron las puertas de Santa Fe transformada en una casa de
               duelo, hasta el punto de que tuvieron que enviarla a Illora, con don Gonzalo de Córdoba, a
               que él la consolase, ya que bastante tenían los soldados con sus propios desánimos. Pero
               los granadinos, desde que vieron blanquear el campamento, que encalaban los cristianos
               casi a diario precisamente para que fuese divisado y admirado, vivían obsesionados por sus
               propias heridas, y no cesaban de contemplarlas y agrandárselas a fuerza de hurgar en ellas.
               Con lo cual, cuando al acercarse el invierno se agravaron esas heridas para todos —sitiados
               y sitiadores—, la depresión de los granadinos llegó a su ápice y se produjo el estallido.
                     Los víveres empezaron a faltar en cuanto las nieves y los hielos obstruyeron los
               contactos con  las  Alpujarras, menguaron las  posibilidades de viajes productivos, y los
               cristianos, más duchos que antes en atajos y en trochas, se adiestraron en impedir entradas
               y salidas.  Con ello se produjeron motines de los más poderosos, que no veían
               suficientemente protegidos por los justicias sus bienes,  sus casas y posesiones.  Hubo
               saqueos, con los que los pobres buscaban su manutención a costa de los ricos; saqueos
               desenfrenados, en los que se llegó a matar propietarios, a arrasar mansiones, o a instalarse
               por las bravas en ellas, destruyendo sus jardines, acampando en sus suntuosos salones y
               atropellando a las mujeres de sus harenes. Las discordias civiles, que antes se basaron en
               diferencias políticas,  se basaban ahora en profundas diferencias económicas, más
               insalvables  todavía y  más tajantes.  El hambre, como consejera desatentada, hizo su
               aparición en este paisaje, incitando a quienes la padecían a una especie de locura.  Los
               hambrientos se asomaban a las murallas a  las horas de  comer, e imaginaban cómo se
               saciaban los cristianos de los alimentos de que aquí carecíamos. Ya nadie recordaba que,
               no mucho tiempo atrás, cuando hacían presa nuestras tropillas en rebaños cristianos de
               vacas o carneros, hubo tanta abundancia de carne en  Granada que por un dirhem pudo
               comprarse un arrelde de ella; hecha la digestión, el cuerpo olvida, y reclama una ingestión
               nueva. Ver a las mujeres con sus hijos en brazos, por las callejuelas, voceando su laceria y
               su indigencia; ver a los viejos sentados al sol contra los blancos muros, resignados a una
               muerte anticipada  contra la que  no hallaban remedio alguno; escuchar los gritos de
               numerosas cuadrillas que, sin otro quehacer, requerían que se llegase a un arreglo con los
               cristianos, o que se les permitiese a ellas mismas hacerlo; escuchar a los más exaltados
               pedir que se abrieran las puertas, y se les dejara ir al real de los enemigos para rendírseles;
               presenciar los continuos retos de caballeros cristianos  bien atalajados y sustentados,
               aunque fuese sólo en apariencia, que se acercaban  con plumas y estandartes para
               provocarnos y excitar a los súbditos a  la  rebelión, todos eran cuadros que originaban en
               quienes gobernábamos —aunque, como luego diré, no en todos— graves escrúpulos sobre
               nuestras decisiones.
                     ¿Y cuáles eran éstas? Sospecho que, tanto las nuestras cuanto las de los adversarios,
               eran involuntarias y movidas por idénticas causas.  Nuestra persistencia en no ceder se
               fundaba en lo mismo que su persistencia en asediarnos: ambos estábamos convencidos de
               que, con el invierno, se imposibilitaría la resistencia del contrario. Ellos, de que nosotros nos
               veríamos, por hambre, forzados a  capitular; nosotros, de que ellos  se verían forzados  a
               abandonar el sitio, como en las campañas anteriores. Pero el tiempo corría, se ennegrecían
               las circunstancias, y ni unos ni otros nos supeditábamos a ellas, aunque en  Granada los
               partidarios  de resistir  eran cada  vez menos: una parte no mayoritaria del ejército, los
               alfaquíes, mis familiares y yo: quizá los que más teníamos que perder, si es que aún nos
               restaba algo no perdido. Imposible expresar qué violencia me hacía, ante la ilusa esperanza
               de que se alzara el cerco, para no atender las razones del pueblo; un pueblo espantado de
               que, si la rendición se hacía como consecuencia de la guerra, sólo la muerte o la esclavitud
               le aguardaban. Se necesitaba un sutil y enorme don de la oportunidad para acertar hasta
               qué momento podrían  mejorarse las condiciones de la  capitulación, y a partir  de  qué
               momento serían destructivas. Y era justamente yo quien tenía que tomar, en definitiva, esa



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