Page 221 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Tardé tiempo en darme cuenta de que se me alentaba a ser especialmente duro con
               los amotinados, insistiéndoseme mucho en que las represalias contra ellos y sus fortunas,
               aparte de tranquilidad, me proporcionarían medios suficientes para continuar la resistencia:
               ¿cómo iba a suponer que quienes así me aconsejaban eran precisamente los que
               pretendían que la resistencia cesase? Y así, entre las sediciones de las clases altas contra
               mí, las ásperas represiones con que se me impulsaba a reaccionar, y los robos continuados
               del populacho, me fui  quedando poco a poco sin ricos,  sin comerciantes, sin  notables
               influyentes en los plebeyos y sin el respeto en general de los granadinos, a los que se daba
               una versión de los hechos opuesta por completo a la que se me daba a mí.
                     A todo esto hay que agregar que mi madre solía tomar partido en mi contra, movida
               por su perpetua animosidad y por su amistad con  Aben Comisa, que era quien proponía
               mano dura contra los levantiscos. Mi madre no olvidaba que la aristocracia era más bien
               legitimista,  y había estado siempre de parte  de mi padre y luego  de mi tío;  ella había
               contado más con los ricos y con buena parte del ejército, es decir, con los más resentidos y
               rebeldes ahora: ambos eran ya fuerzas en plena decadencia. Su enemiga por la nobleza, de
               la que desconfiaba y a la que encontraba peligrosa, se acentuó por influencias del alguacil
               mayor,  y propugnaba la necesidad de asestarle golpes certeros  en la cresta, y aun de
               prescindir de ella por eliminación.
                     —No puedes permitirte el lujo, a  estas alturas, de albergar enemigos dentro de tu
               alcoba. Son gentuza que te venderá cuando una puja les compense. Si se atreven a gritar
               aun delante de ti, imagínate cómo obrarán detrás.
                     —Lo que no puede hacerse (a estas alturas, como tú dices, madre) es diezmar a los
               ciudadanos.
                     Todas las fuerzas nos van a ser precisas. No actuemos nosotros como si fuésemos
               nuestro peor adversario. Fieles o no fieles a mí, son granadinos, madre; son musulmanes,
               madre.  Quizá no se te mete en la cabeza  —yo había empezado a emplear ante ella
               expresiones tan bruscas como jamás hubiese soñadoque no me estoy defendiendo yo, ni
               estoy defendiendo mi trono, que titubea y se hunde: estoy tratando de defender Granada.
               Seamos sinceros: si la ciudad se salva, poco importa que no se salven la monarquía ni el
               Islam. Y, si no se salva el Reino, ni la monarquía ni el Islam podrán salvarse.
                     Me niego a transcribir lo que mi madre me respondió. Aparte de acusarme de traidor a
               mi sangre y de blasfemo, me reprochó defraudar las tradiciones y los preceptos que un emir
               ha personificado desde el principio de la Dinastía.
                     —Mi mayor desdicha  —me lanzó, entre otras cosas, a  la cara— es que tú seas
               imprescindible.  Un emir es un dueño y, como dueño, ha  de proteger a su reino y a sus
               súbditos. Sólo como dueño; si dejase de serlo, la ciudad y su gente habrían de protegerse
               solas.
                     La diferenciación, y hasta la oposición, que yo hacía entre Granada y nosotros —ella
               decía “nosotros”— era un fraude. Nosotros y Granada, nosotros y el Islam, éramos la misma
               cosa, y lo que fuese de uno sería de todos. El hecho de que el rey Fernando estuviese allí
               enfrente, sentado como una cocinera que va a matar un pollo, o que acaso lo da por muerto
               ya, y lo despluma sin  prisa, y le arranca los  miembros uno a uno: alones, patas, barba,
               cresta, cuello, pico, ese hecho lo demostraba bien a las claras. ¿Qué era el pollo en último
               extremo? ¿Dónde residía el verdadero ser del pollo?
                     ¿Dónde se terminaba? ¿Cuándo dejaba el pollo, despojado y descuartizado, de serlo?
               Granada, sin cortijos, sin fortalezas exteriores, sin puertas, sin murallas, sin  habitantes,
               seguiría siendo Granada mientras “nosotros” estuviésemos en la Alhambra y la Alhambra
               tuviese una mezquita.
                     —Te recuerdo —le dije— que yo resido ahora en la alcazaba de enfrente.
                     —Ya lo sé. Es una más de tus torpezas.
                     —Si vivo de vez en cuando en la alcazaba, es para ir perdiendo la costumbre de vivir
               en la  Alhambra: aquí siempre tengo la impresión de que alguien llegará en cualquier
               momento con una sentencia de desahucio.


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