Page 226 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Dejé que el silencio  se enseñorease, contundente y pesado, del salón.  Me volví  a
               Aben Comisa; luego, a El Maleh. Uno con los labios y otro con las cejas, me transmitieron
               un recado que me negué a entender.
                     —Yo, no. Mi portavoz no es ése. —Era mi madre, con el tono grave y bien modulado
               de sus mejores intervenciones—. Yo soy  mi  propio portavoz, y mi voz es mi sangre.  Por
               voluntad de  Dios, los  nazaríes hemos sido depositarios  de la fe.  A nosotros se nos ha
               encomendado, desde hace cientos de años, traspasar a nuestros herederos esta gran
               mezquita de Dios que es Granada, para que ellos a su vez la traspasen a los suyos.
                     Eso se lo había oído yo decir en  Córdoba, de ellos mismos, a los  reyes cristianos.
               Todos los  gobernantes que no se erigen en  dioses se vinculan, antes o después, a  la
               Divinidad: es su manera de perpetuarse y de vanagloriarse. De tejas para arriba es más fácil
               conciliar a los hombres, con promesas  que no son exigibles de inmediato, con
               intimidaciones que otros poderes impalpables  se encargarán o no de cumplir.  Seguía mi
               madre:
                     —¿Es que no os avergüenza que seamos nosotros quienes rompamos las ligaduras
               que nos atan a Dios?
                     ¿Qué queréis decir cuando afirmáis que la situación es insostenible?
                     A lo largo de mi vida yo no he atravesado sino situaciones insostenibles; la vida misma
               es una de ellas: de ahí que nos muramos.
                     ¿Qué clase de granadinos sois, que alardeáis de que los cristianos viven mejor que
               vosotros? ¿Es que vivir mejor es lo que importa ahora? Si decís que ellos tiene víveres y
               armas, ¿por qué no añadís la hora en que hemos de arrebatárselos? ¿Aspiráis a imitar al
               traidor y vendedor del Reino, Abu Abdalá, al que tantos entre nosotros aclamaron como “el
               Valiente”? ¿Qué es lo que os proponéis?
                     Yo no os entiendo. Quizá soy vieja ya. Quizá mis muertos, emires en su mayor parte,
               tiran ya de mis miembros hacia abajo. Quizá no me queda otra cosa que defender sino mi
               honra y la honra de mi Reino; un reino que pertenece a mi familia por derecho de conquista:
               recordadlo. ¡Recordadlo! Pero, mientras haya en él hombres con sangre en las venas, yo
               seré su portavoz, porque me ensordezco a otra voz que la de esa sangre.
                     Creí que, después de  purgas lancinantes, de tantas amputaciones  de miembros
               gangrenados, Granada, al fin, se había quedado con los hijos cabales, con los apiñados.
               Creí que, después de tantas aflicciones, de tantos sinsabores; después de haber luchado
               como un hombre de una ciudad en otra cuando mi hijo el sultán padeció cautiverio, vosotros
               tendríais por mi la veneración que se merece una enseña. ¿No es así?
                     —Aguardó con habilidad unos momentos.  Levantó el tono—. ¿No es así?
               ¿Decepcionaréis tanto  a vuestra sultana que  prefiera mil veces haber muerto antes que
               contemplar lo que contempla? Si nuestro pueblo está desesperado, es de tal desesperación
               de donde recabará su mayor ímpetu. Si nuestro pueblo está hambriento, es de su hambre
               de donde obtendrá la saciedad. Vayamos contra los cristianos; que llamen los pregoneros a
               los hombres. Yo permaneceré en Granada con las mujeres, y juntas la defenderemos. Id
               vosotros contra los enemigos de la fe; prended de nuevo fuego a su campamento.
                     Los que regresen encontrarán una ciudad prevenida para la felicidad y para la vida;
               quienes mueran resucitarán en el Paraíso. ¿O es que nuestros antepasados nos mintieron?
               ¿Será mentira todo aquello por lo que lidiamos y en lo que creíamos? ¿De pronto es ya
               mentira? Contestad. ¡Contestad!
                     A sus elocuentes interpelaciones no le contestó nadie. Fue como si el contundente y
               pesado silencio que precedió a su discurso lo hubiese rechazado. Como si sus palabras se
               hubieran desvanecido por el aire —”flatus vocis”— sin que nadie las escuchara.  Es inútil
               repetir lo que está cansado de escuchar a alguien que ya ha desviado la vista en otra
               dirección, y al peligro, convertido en carne de su carne, lo ha sustituido por una intacta y
               peregrina perspectiva.
                     Acaso si no hubieran existido los cristianos, los musulmanes que estaban delante de
               nosotros se los hubiesen inventado. Lo que a muy pocos les parecía un suicidio, a la mayor
               parte le parecía un renacimiento. ‘Están hasta el turbante de nosotros, madre —pensé—. No

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