Page 238 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Y, puesto que porfiaban que bastaba de cartas y se remitían a una entrevista personal,
               y él no podía ir, “ved vos, si os pareciese, que vengáis y que traigáis poder de sus altezas
               para que concluyáis acá.
                     Enviadme a  Hamet y yo os enviaré a mi primo y a la guardia, si  quisiéreis, para
               recibiros”. En una hijuela secreta le ofrecía ir, si mejoraba; pero que no podía estar más de
               una hora en Santa Fe y había de tornar la misma noche, “porque esta gente no me deja
               holgar, y me exige en los negocios como si estuviese sano: bien lo visteis cuando estabais
               aquí”.

                     Yo me figuraba a  Zafra, enloquecido, mandando a diestro y siniestro mensajes y
               billetes. En sólo un día supe de cinco personajes granadinos a los que trataba de seducir. A
               los míos y a mí no nos convenía excedernos: las negociaciones tenían que hacerse con El
               Maleh y sin el conocimiento de nadie; aunque no creía yo que Zafra tirase, publicándolas,
               piedras contra su tejado.  Por eso,  El  Maleh volvió a escribirle.  Le confesaba que había
               mejorado del vientre, aunque se le quedó dolor de cabeza. “Con todo, determino con la
               ayuda de Dios ir a la presencia de sus altezas y paréceme, si a vos os parece bien, llevar
               conmigo al hijo de Aben Comisa, porque llevando al hijo se atará el padre y trabajará con
               nosotros.”  La cita era para la noche del viernes al sábado; el consentimiento se daría el
               jueves por  la noche; y el viernes, de día, habían de hacerse ahumadas, que era la
               contraseña, en la alquería de Churriana, a la que debía ir, para que él se encontrase seguro,
               don Gonzalo Fernández de Córdoba. El final de la carta era un galope: no podía estar sino
               una hora; las capitulaciones del común de la ciudad, y las mercedes y sobornos, tenían que
               estar ya escritas; los privilegios de la familia real quedarían para después de la entrevista
               con sus altezas; sus dos mil reales por año habían de doblarse a cuatro mil; saludos a don
               Gonzalo, y  “al escribano  Samuel,  que tenga todas las escrituras sacadas en arábigo y
               saludos, y fecha lunes”. En la hijuela privada, le agradecía los dos zamarros que le había
               regalado para abrigarse, y le interrogaba sobre el tipo de poder mío que debía llevar: “Lo
               pediré a mi señor, aunque para conmigo no será menester nada de esto, que con lo que
               quedare con el sultán mi señor aquello ha de ser”. No sé si lo escribió para que lo leyera yo
               y descansara más en  él; pero tampoco sé  si incluyó en el sobre una segunda hijuela
               además de la de los zamarros. Prefería creer que no.
                     Esa misma noche intercepté una carta de El Pequení que él no me había mostrado.
               La copié, y le di paso libre. Proponía mejorar las condiciones: un plazo de dos meses o de
               cincuenta días; la entrega de un lugar o dos —Mondújar o Andarax o Dalías— antes del fin
               del plazo, con lo que se “ablandaría” la gente, y serviría para ver su voluntad; petición de un
               salvoconducto para un mensajero; licencia para la sementera una vez que estuviesen las
               voluntades “blandas” (qué manía la de este alfaquí, como la de todos los sacerdotes, por
               ablandar a golpes); permiso de ir  y  venir para la gente, “lo que la ablandará mucho; en
               cuanto a los cautivos, cuantos más sean más bien hay en ello, y mucha blandura, y que de
               las tahas de las Alpujarras sea yo alcaide como era Muley Zuleigui, y lo pido desde ahora
               porque creo que otros lo pedirán,  y en lo de  mi ida allá, tengo un huésped que me la
               estorba” (fantasía también). “Téngame por excusado, que yo iré la primera vez que venga
               Hamet.” (Hamet era el que me dio la carta. En el fondo, todos lo mismo: traidores de ida y
               vuelta: vender bien el burro, que no era suyo además, y no arriesgarse a dar la cara,
               inventando para ello huéspedes o diarreas.)

                     Cuando al amanecer del sábado volvió de  Santa  Fe  El  Maleh, lo encontré
               ensimismado y pensativo.
                     —Ni yo mismo sé por qué —me explicó—. Todo ha ido bien. Todo ha ido demasiado
               bien. Quizá por eso me preocupo. No logro fiarme de esos reyes. Esta vez no han hecho
               hincapié en el punto del plazo. Dan la impresión de que esperan conseguirlo por otras vías,
               gracias a otros manejos. Algo me huele mal. Y, por si fuera poco, en el camino de vuelta se
               me han ocurrido algunos capítulos del común, y otros tuyos (incluso  algunos míos) que
               faltaban.  Puesto que están en buena disposición, apretemos las tuercas, que  luego será


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