Page 240 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Tuve que sacar fuerzas de flaqueza para no caer en los de don  Gonzalo.  Logré
               esbozar una pobre sonrisa, y abrí los míos en signo de impotencia, y, sin saber qué hacer
               con los brazos extendidos, le indiqué una jamuga. Él aguardó de pie a que yo me sentara, y
               se sentó en el diván cerca de mí.
                     —No represento a nadie, señor; no hablo en nombre de nadie.
                     Agradezco que hayáis autorizado esta visita, que no tiene fundamento ninguno, ni otro
               propósito que el de expresaros mi afecto.
                     Sentí un picor en la garganta; tragué saliva un par de veces para que desapareciera.
               Algo ascendía tras de mis pómulos, y me avergonzó que los ojos se me llenaran de agua;
               tenía que evitar que resbalara. Desvié la cabeza hacia otro lado. Dejé pasar un tiempo.
                     —¿Puedo ofreceros algo de comer o beber? —le pregunté, una vez recuperado.
                     —Ya me habéis ofrecido lo que vine a buscar y lo que  pronosticaba: la lección de
               vuestra impavidez. El triunfo no es la mejor medida de los hombres, y menos de los reyes.
                     —Me conforta oíroslo decir.
                     Creo que no se le ha  ocurrido a  nadie, y seguro que a  nadie se  le ocurrirá nunca,
               juzgarme como vos me juzgáis. Si es que no se trata de una adulación o de una cortesía.
                     —No habría venido hasta aquí, tan a escondidas, para halagaros sólo. Ni me importa
               lo que escriban quienes escribirán estos sucesos que nosotros vivimos.  Ellos vendrán
               después; traerán limpias las manos, y con ellas dibujarán un cuadro comprensible, y una
               frontera insalvable entre nosotros dos. Y contarán, con laudatorias o amargas frases, según
               su bando, cómo por fin se arruinó esa frontera. Las crónicas conviene que las comprendan
               los pueblos y los niños: tienen que ser muy simples, y enaltecedoras de lo que les beneficie
               enaltecer.  El malo es el que pierde, y el bueno es el que gana.  El que gana es siempre
               además el que cuenta la historia.
                     —En ese caso, don Gonzalo, yo no me hago ilusiones; los dos bandos coincidirán en
               una cosa: para uno y para otro, el malo seré yo.
                     El malo es el que autoriza con su sello el desastre, el que abandona, el que se va.
                     —Pero yo  sé lo que no sabrán otros: todos los vuestros, de uno en uno, os  han
               abandonado de antemano; se han ido en busca del sol nuevo; os han dejado solo. Yo los he
               visto en Santa Fe, señor: cuanto más ricos, antes; cuanto más poderosos, más sumisos.
               Fiables en Granada no quedan sino los que no tienen nada que perder más que la vida, y ni
               ésos. Delante de la tienda de mis reyes, han tropezado unos con otros con las prisas; se
               han arrebatado unos a otros la palabra; han intentado venderos siempre que les supusiese
               una ventaja; han firmado su contrato de alquiler con el nuevo amo de la casa antes aún de
               que el antiguo la desalojara.
                     —Lo sé, lo sé; pero la historia la van a contar ellos.
                     —Perdonadme lo que os voy a decir, si es que os duele: con un pueblo como el que
               vos tenéis nada se puede hacer; sólo castigarlo como a un niño sin darle explicaciones, o
               distraerlo como a un niño, para que no moleste, sin darle explicaciones.
                     —Quizá la obligación de quien manda es educar primero.
                     —A nadie se le educa “in articulo mortis”.  Vos recibisteis, con el trono, un pueblo
               sentenciado.  Y habéis logrado diferir la sentencia y suavizarla para que hiera menos.
               Vuestro pueblo no entiende que  se pueda perseguir algo, durante  cientos  de  años, sin
               descanso;  por eso el triunfo final ha sido nuestro.  Vuestra grandeza personal, señor,
               consiste precisamente en lo que  acaso se os reproche: en haber  conseguido no ser ya
               necesario. Habéis luchado en estos meses últimos para que todo continúe lo mismo que
               hasta ahora, pero sin vos de ahora en adelante.
                     Y además cargaréis con la ingrata y borrosa responsabilidad que la Historia necesita
               volcar sobre unos hombros únicos.
                     Me temblaba la voz al murmurar:
                     —”El Zogoibi”, traidor.
                     —Por esa majestuosa resignación es por lo que estoy aquí.


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