Page 243 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               desaparezco yo. Sin embargo, no os bastará con eso: se procurará que desaparezca todo;
               se tratará de borrarnos cuanto antes, con nuestros bienes y nuestra religión, pero sobre todo
               con nuestras costumbres que llamáis licenciosas, y nuestra lengua y nuestra cultura, que
               estorbarán a la unidad artificial que buscan vuestros reyes.
                     No sólo cambiará de dueño el Paraíso, sino que el tiempo durante el que fue nuestro
               será raído de la historia. Ocho siglos se comprimirán entre dos parpadeos. Después, hasta
               nuestros nombres sonarán ajenos y serán abolidos, y nuestro rostro quedará, encadenado
               por el cuello, tan sólo en el escudo de dos nobles como símbolo de lo que nunca debió ser.
               Todo ha de volver a su cauce anterior; para eso, desarraigar religión, lengua, usos y leyes
               es una precaución que hay que tomar... Y aquí estamos, despidiéndonos, las dos últimas
               personificaciones de lo que la desmesura de estos siglos ha sido.
                     Del choque de dos mundos, en este campo que ya se llama España, saltaron chispas
               que han enseñado todas las ciencias y todas las artes  a los extraños; pero uno de los
               mundos se ha deshecho en el choque.
                     De la unión de dos cuerpos, en esta yacija que ya se llama España, ha brotado una
               fascinación  inolvidable;  pero en el  amor uno de los amantes pierde siempre...  No nos
               olvidéis, don  Gonzalo,  vos al menos.  El alma de un pueblo es algo que no puede morir;
               puede ocultarse como se oculta una rosa, o secarse como una rosa, pero permanece como
               permanece su olor.
                     Decidme, ¿cómo fueron los muchachos beduinos ya olvidados? Nadie lo sabe y, sin
               embargo, dentro de mí, esta noche, late el corazón de un muchacho beduino.
                     Me levanté al mismo tiempo que él. Me abrazó. Fue a apartarse, azorado por su gesto
               impulsivo, pero lo abracé yo. Me dijo:
                     —Ojalá, “inch Allah”, a esta reunión hubiesen asistido los vuestros y los míos. Así no
               olvidarían nunca la enamorada y tormentosa aventura que han vivido en común.
                     Sólo cuando se hubo ido don Gonzalo caí en la cuenta de que habíamos empleado en
               la conversación indistintamente el árabe y el castellano.  Sin embargo, él habló  más en
               árabe, y en castellano, yo.


                     Por fin estaba persuadido de que se había hecho más de lo humanamente posible.
               Gracias a nuestras fingidas reticencias, las capitulaciones eran para mis súbditos las más
               ventajosas que jamás se firmaron por unos reyes cristianos para recibir ciudad alguna. Yo
               era quien más perdía, pero también quien tenía más: de soberano pasaba a ser vasallo.
               Ganaba, en cambio, esa paz casi  fúnebre que proporciona la desgracia una vez que se
               consuma y que se asume.
                     No obstante, la misma largueza de Fernando me hacía desconfiar.
                     Por su ansia de Granada y por su prisa había aceptado un tanto a la ligera. Por eso
               exigí que cada cláusula se expresase con toda nitidez en privilegio fuerte, firmado, rodado y
               sellado. Y solicité la confirmación del príncipe áentonces no sabía que jamás iba a heredar
               las coronas de sus padresú y del Cardenal de España y de los maestres de las órdenes
               militares y de los prelados y arzobispos, por lo que sirvieran para más adelante, y de los
               marqueses, condes, adelantados y notarios mayores.  Quería que todas sus firmas
               estuviesen allí, y que fuesen conocedores y testigos y avaladores de lo concertado, y que la
               palabra de cada uno reforzara las ingrávidas palabras  de los reyes, de forma que lo
               contenido en las capitulaciones valiera y fuera inamovible ahora y después de ahora y en
               todo tiempo para siempre jamás. Y, recelando aún de la firmeza de todos esos hombres,
               solicité que el Papa de Roma verificase con su firma lo acordado; con ella salvaría de la
               precariedad las palabras humanas.
                     Todo se hizo tal cual yo lo pedí; sin embargo, no se obtuvo ese último recaudo: los
               reyes se resistieron a mezclar en sus asuntos —que cuando les convenía eran temporales
               y, cuando no, ocupación de Dios— a la cabeza de la Cristiandad. Con la disculpa de que la
               recogida de esa firma alargaría aún más la conclusión de los tratados, declinaron la
               exigencia.  Y ofrecieron bienes y dinero a mis emisarios, que se los embolsaron en la
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