Page 246 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Recuerdo, por ejemplo, que, en cuanto a la  obligación de entregar  a los cautivos
               cristianos por parte de sus  dueños, yo pedí  que se añadiese: “Si alguien hubiera tenido
               alguno y lo hubiera vendido al otro lado del mar, no esté obligado a darlo, en caso de que
               jure y aporte testigos bajo juramento que demuestren que la venta se efectuó antes de estos
               asientos, y que no es suyo ya, ni se encuentra en su poder”. O que los judíos que antes eran
               cristianos tuvieran un plazo de tres meses, contados desde el 18 de diciembre siguiente,
               para embarcar a  África.  O que los cristianos  que se hubiesen tornado moros no fuesen
               forzados a hacerse cristianos contra su voluntad. O que las rentas de las cofradías y de las
               escuelas coránicas y las limosnas quedasen bajo la vigilancia de los alfaquíes para que las
               gastaran y  distribuyeran como fuese menester, sin que los reyes se entremetan, ni  las
               tomen ni embarguen. O que mis súbditos no sean llamados a guerra alguna a la fuerza, y
               que, si los reyes necesitan caballeros con armas y caballos (que fue lo que opuso el conde),
               vayan cuando los reclamen, pero no fuera de Andalucía, y con un sueldo desde el día en
               que salgan de sus casas hasta el regreso a ellas. Y asimismo pedí que se estableciera que
               los nombramientos para oficios y puestos recaerían en miembros de nuestra comunidad, y
               que las plazas y las carnicerías de los cristianos tenían que estar apartadas de las nuestras,
               y sus mercaderías lejos de nuestros zocos, y que se castigase a los infractores.
                     Al concluir la lectura con la descripción del documento de pergamino y del sello de
               plomo pendiente de hilos de seda, comentó el conde:
                     —La generosidad de sus altezas es cosa probada.  Justo es que ahora vos
               correspondáis. —Callé, aguardando lo que  me temía.—  Quizá es lo primero  que don
               Hernando debiera haber leído.
                     Le tendió un papel escrito.
                     Hernando de Baeza lo leyó:
                     —”Es asentado y concordado que el rey de Granada y sus principales y la comunidad
               de ella y del  Albayzín y de sus  arrabales han de entregar a sus altezas, a su cierto
               mandado, pacíficamente y en concordia, realmente y con efecto, dentro de los treinta días
               primeros siguientes contados desde el día veinticinco de este mes de noviembre, que es el
               día del asiento de esta escritura...” —No leáis más —interrumpí a Hernando de Baeza—.
               Teníais razón, esto era lo primero que debió de leerse: habríamos concluido mucho antes.
                     Con un gesto de desentendimiento, desvié los ojos por el Salón, reluciente a la luz de
               las antorchas. Vi las pinturas de la cúpula, que representaban el opulento y alegre pasado;
               me vi a mí mismo vestido de blanco y amarillo, cosa que no había observado antes; hice
               girar la sortija del sello en mi meñique izquierdo; traté de que el silencio se sentara, como un
               huésped de honor, entre nosotros...
                     —¿Queréis darme a entender que no estáis de acuerdo en el plazo? —preguntó el
               conde con un asombro tan desmesurado que pareció fingido.
                     —Eso os digo.
                     Su boca se curvó, con un mayor desdén, en una sonrisa que nos insultaba.
                     —Señor... —empezó a decir Aben Comisa, pero lo detuve con los ojos.
                     —¿Qué solicitáis vos entonces? —dijo el conde tras una pausa y muy a su pesar.
                     —Sesenta días como mínimo, para ablandar  al pueblo  —me  vino a las mientes  El
               Pequení—, para preparar las entregas y para evitar las posibles revueltas.  Es algo que
               interesa tanto a vuestros reyes como a mí.
                     —Todo eso se resuelve en menos de los treinta días que os ofrezco.
                     Sólo con uno, podría yo poner a punto la ciudad y “ablandar” a sus habitantes —se
               recreó en el “ablandar”.
                     —Vos, puede; yo, no. Nuestros procedimientos son distintos; precisamente es eso lo
               que más me conturba.
                     El conde se revolvió en la jamuga donde estaba sentado. (Al llegar declinó sentarse
               sobre cojines, según nuestra costumbre, que también era ya la suya: fue su manera de no
               dejarse seducir.) —Señor, traigo la orden de plantear tajantemente el problema del plazo: o
               entregáis la ciudad en esa fecha, o mañana mismo la asaltamos a sangre y fuego.

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